Ya se había anunciado y a la hora de la verdad quedó confirmado que lo único que tienen en común los partidos nacionalistas vascos y los estatalistas es una profunda aversión mutua. La manifestación del sábado en Vitoria, convocada por el lehendakari Ibarretxe para que el pueblo vasco mostrara su rechazo a los últimos atentados, se saldó con un evidente éxito de participación, pero también con una demostración clara de cómo están las cosas en el País Vasco. Cien mil personas expresaron su repulsa a la violencia, pero lo que más llamó la atención fue que, en lugar de presentarse como una piña anti-ETA, los políticos quisieron hacer una nueva demostración de su escaso sentido del ridículo convirtiendo en protagonista de la manifestación a las consignas a favor y en contra del presidente autonómico vasco. Flaco favor hacemos a la democracia con este tipo de situaciones. Los terroristas, si tuvieron ocasión de ver las imágenes televisadas del acontecimiento, debieron de regocijarse por cómo se desarrolló la convocatoria, más centrada en las próximas elecciones generales que en el verdarero problema, que no es otro que la sanguinaria lucha armada de unos pocos locos contra todo un pueblo.
Algunos analistas políticos llegaron a hablar ayer de clima de guerra civil y, aunque no se llegará a tanto, sí ha quedado en evidencia aquello de «las dos Españas», sólo que en este caso habría que hablar de las dos Euskadis. Lo penoso de todo esto es que tal vez los políticos, bajo cuya responsabilidad un pueblo entero ha puesto el proceso de pacificación de Euskal Herria, se darán cuenta demasiado tarde del daño que están haciendo a una ciudadanía que confió en ellos para que solucionaran el problema más grave que padece Euskadi en este momento y desde hace treinta años.