El mundo vuelve de nuevo sus ojos hacia Yugoslavia, ese polvorín que parece estar siempre a punto de estallar. El proceso de democratización del país es lento y será largo, como suele ocurrir siempre que una sociedad sale del letargo de una dictadura. Por eso resulta casi inconcebible que Estados Unidos condicione su oferta de ayuda económica a Belgrado a la detención de Slobodan Milosevic, un «caudillo» que fue elegido en las urnas y al que todavía apoya una considerable parte de la población. Nunca ha sido el estilo americano ese de exigir detenciones y justicia para los dictadores, especialmente porque desde Washington han salido una y otra vez los vistos buenos para colocar a muchos de ellos al frente de tal o cual país.
Lo que pasará con Milosevic debe decidirlo el pueblo serbio, que al fin y al cabo es el que ha padecido sus sanguinarios métodos y si sus actuales dirigentes estiman que su detención y su enjuiciamiento podrían conducir al país a un nuevo enfrentamiento armado "conocidos sus antecedentes, no sería de extrañar", quizá sea más prudente dejar las cosas como están hasta que la democracia sea firme.
Por situaciones parecidas hemos pasado los españoles, pasan ahora los chilenos y los argentinos y tendrán que pasar los yugoslavos. Toda transición es difícil, especialmente después de una guerra civil, cuando la propia población está enfrentada a muerte. Lo que hay que procurar es evitar que la historia se repita en otros puntos calientes de la zona, como Macedonia. La justicia interna tendrá que establecer cuáles son los crímenes de Milosevic que deben ser juzgados y también su castigo. La extradición para que le juzgue el Tribunal Internacional de La Haya será, seguramente, la última opción que contempla Belgrado.