España deja atrás su semestre de Presidencia de la Unión Europea con un balance bastante frío, marcado por las nuevas tendencias xenófobas en el viejo continente. Pero al margen de esto, lo que se constata en ésta y en anteriores reuniones es que Europa va demasiado despacio, al menos en lo que respecta al ritmo que impone la realidad económica. Si el 11 de septiembre fue un golpe brutal que paralizó el mundo por un momento, lo cierto es que desde entonces todo ha ido más bien ralentizado. Aquí, en Balears, la temporada turística no ha arrancado con la fuerza deseable. Cuando el verano ha entrado ya de lleno, los hoteles y aeropuertos registran cifras inferiores a las de años anteriores, aunque de momento no se puede hablar de crisis, ni mucho menos. Todavía hay esperanzas en que las cifras de julio y agosto sean satisfactorias.
Aun así, es conveniente analizar la situación y buscar salidas antes de que la temible palabra «recesión» entre en nuestro diccionario de actualidad. Y no es algo que ocurra sólo aquí; en toda Europa empiezan a detectarse signos no de crisis, pero sí de estancamiento. Y eso es algo que perjudica especialmente a España, obligada a crecer por encima de los demás para alcanzar los niveles de bienestar que en otros países gozan desde hace décadas.
Si los discursos de los dirigentes europeos hablan de reformas y de avances, lo cierto es que la única reforma programada en los últimos años es la del desempleo, que de momento lo único que ha generado es una huelga general. Aparte de eso, lo que ha alimentado la economía últimamente ha sido el consumo privado a rebufo de las consecutivas bajadas de los tipos de interés, algo que también hoy empieza a ponerse en duda con la previsible subida del precio del dinero.