A medida que transcurren los días se hace más evidente el empecinamiento de los Estados Unidos en iniciar una guerra contra Irak, mientras que los gobiernos de sus dos principales aliados en esta cuestión, Reino Unido y España, se enfrentan a una mayoritaria opinión pública contraria al conflicto y a un importante descenso de los índices de popularidad de sus líderes.
Por si algo faltara, el secretario de Defensa estadounidense, Donald Rumsfeld, había conseguido añadir más leña al fuego asegurando que su país podía iniciar una guerra incluso sin Gran Bretaña, lo que motivó la intervención de Tony Blair asegurando que si su país entra en el conflicto será por defender sus intereses.
Si ya de por sí es terriblemente delicado este permanente estado prebélico, las incertidumbres y las divergencias a un lado y otro del Atlántico no hacen sino empeorar un clima que en nada ayuda a la estabilidad necesaria para un desarrollo normal y razonable a todos los niveles. Es, además, un hecho de suma relevancia que la fractura entre el Viejo Continente y Estados Unidos surgida a raíz de esta crisis no es nada deseable y puede tener importantes consecuencias. Como aseguraba el presidente de la Comisión Europea, Romano Prodi, no puede entenderse Europa sin la colaboración de los Estados Unidos.
Cierto es que Sadam Husein ha incumplido multitud de resoluciones, ha ejercido con total impunidad un poder despótico y ha masacrado a su propio pueblo entre otras muchas indeseables acciones. Pero habría que plantearse acciones que no pasaran por el uso de la fuerza. Desgraciadamente, quienes padecen más los efectos de las guerras suelen ser los más inocentes. Y ése, seguramente, será el caso de Irak si se desata, como parece inevitable, el conflicto bélico.