El Gobierno acaba de aprobar un código ético que intenta regular el comportamiento de los miembros del Ejecutivo y de los altos cargos de la Administración. Además de algunos detalles más o menos anecdóticos, como la eliminación de los pomposos tratamientos protocolarios que se utilizaban hasta ahora -excelentísimo e ilustrísimo-, se obliga a la publicación de los bienes propios y se fortalece la ley de incompatibilidades.
Todo ello, suponemos, para reforzar la idea de que quien acceda a los más altos cargos del Estado debe ser una persona íntegra y honorable -aunque se queda fuera de la regulación el espinoso asunto de la contratación de familiares- que será castigada si no lo es. Una perspectiva un tanto pueril, porque la honorabilidad no se regula por ley y, por desgracia, tenemos amplia constancia de que a las cotas más altas de poder también pueden llegar personas de comportamiento cuestionable e incluso, en algunos casos, susceptible de ser sometido al juicio de los tribunales de Justicia.
De forma que esta iniciativa, que debe ser bienvenida en la medida en que demuestra el interés del Gobierno por hacer las cosas bien, servirá más que nada para revalorizar la imagen de los políticos, ciertamente maltrecha en las últimas décadas, sobre todo en la época de los gobiernos socialistas, lo que llevó a los españoles, al finalizar la etapa de Felipe González, a considerar la corrupción como uno de los primeros problemas del país.
Hoy no entra dentro de nuestras máximas preocupaciones este tema, seguramente porque la ciudadanía tiene claro que la corrupción puede darse en todos los partidos y en todos los ámbitos y que, en alguna medida y a pequeña escala, da la impresión de que continuará existiendo en un país en el que la picaresca todavía está fuertemente enraizada.