Ser mujer es todavía un mal negocio en nuestro país. La mitad de la población -las féminas- tiene menos posibilidades de promoción, más paro y más precariedad laboral. Cobra un 15 por ciento menos -como media- que los hombres y acapara puestos en sectores tradicionalmente femeninos: sanidad, educación y limpieza, ocupando siempre los escalafones más bajos y peor pagados. Están más expuestas a un exceso de trabajo y prolongan más la jornada laboral sin compensación económica. Y eso por no hablar de lo que luego les espera en casa: las tareas domésticas, los niños, los ancianos y los enfermos.
El resultado de todo ello es un desastre a nivel personal y, a la postre, social. Porque las mujeres trabajadoras sufren cada día más los efectos de esta discriminación en su salud, postergan la decisión de tener hijos y tienen cada vez menos, con lo cual la propia sociedad padece las consecuencias: el envejecimiento de la población, que, a su vez, acarrea nuevos problemas sociales y económicos.
Al final, en esto, como en todo, las soluciones se reducen a la valentía política y a la toma de decisiones que -como ocurrió años atrás en otros países más avazados- conlleven una dignificación de la vida de la mujer, lo que se traduce en fuertes inversiones en servicios sociales que aligeren el peso que soportan las féminas que trabajan fuera del hogar. Garantizar una asistencia pública y generalizada a la tercera edad, a los enfermos y a los niños liberaría a la mujer de una carga tradicionalmente asumida de forma gratuita y muchas veces a larguísimo plazo, sin compensación alguna y a riesgo de perder la salud, por no hablar de la libertad y de la independencia. Para ello sólo hace falta un dinero que nadie parece dispuesto a dar.