Algunas fechas resultan dolorosas para el recuerdo, aunque hayan pasado décadas, por la terrible profundidad de la herida que produjeron. Esta semana conmemoramos los sesenta años de la capitulación de la Alemania nazi -con ello terminó la Segunda Guerra Mundial en Europa- y el mundo entero miró hacia Moscú, hacia Berlín, hacia tantas ciudades y pueblos de Europa que entonces reflejaban la imagen del mismísimo infierno. Aunque ahora nos parece casi impensable, en aquellos días el continente destilaba dolor, sentimiento de pérdida, hambre, mutilación, separaciones, muerte, horror. Las cifras se multiplican en una efeméride como ésta, mostrando sólo algunos perfiles del lado más oscuro del género humano. Tras el Holocausto quedaron vivos 15.000 judíos en Alemania, de los 600.000 que había antes de la llegada de Hitler al poder. Dos millones de habitantes de Leningrado murieron de hambre en el sitio a la ciudad. Cada día de batalla murieron 25.000 soldados del Ejército rojo...
En la Europa próspera y civilizada que hoy conocemos nos cuesta trabajo imaginar algo así. Pero no todo está conquistado. Quedan reductos en el Viejo Continente que arrojan sombras de conflicto, de racismo, de intolerancia. Hay que estar alerta y atajar cualquier atisbo que pueda recordar aquellos años negros.
Pedir perdón -como ha hecho Alemania- es necesario, pero no basta. Exterminar a seis millones de judíos, sacrificar a casi treinta millones de soviéticos, condenar a un continente entero a las penurias más infames es algo que nunca enterraremos. La apuesta por la paz, las libertades y la democracia nos ha traído hasta aquí. Consigamos, transmitiendo estos valores con la firmeza que merecen, que las generaciones futuras no tengan que celebrar nunca más otra fecha como ésta.