De sus papeles en el cine recordaremos siempre la violencia, el afán de superioridad y la escasa expresividad de sus facciones, pero seguramente Arnold Schwarzenegger no pasará a la historia del celuloide por su talento interpretativo, y sí a la pequeña historia del Estado de California por su cruel actuación -seguramente él lo defenderá como «firmeza» contra el crimen- a la hora de aplicar la pena de muerte.
Nunca ha sido el gobernador del Estado más poblado de Norteamérica un forofo de según qué libertades, pero su carácter conservador y ultradisciplinado acaba de tomar tintes de despotismo en el triste caso de Clarence Ray Allen, un preso ciego, sordo, enfermo, de 76 años, que esperaba en el corredor de la muerte desde 1982.
La dureza de los cargos por los que Allen fue condenado a la pena capital después de serlo a cadena perpetua por otro asesinato desanconsejan caer en el fácil recurso de la piedad. El reo era un criminal de primer orden. No debemos discutirlo. Pero sí podemos discutir la vigencia de la pena de muerte en un país que presume de ser el abanderado del mundo en cuanto a progreso y bienestar.
California, que restableció la pena capital en 1978, tiene en su lúgubre estadística el dudoso honor de ser el Estado con más personas en el corredor de la muerte: 647.
Es un dato escalofriante que devuelve a la actualidad el debate sobre tan delicado asunto. Que quienes garantizan la justicia acaben mandando a los culpables de ciertos crímenes al mismo lugar al que fueron a parar sus víctimas es algo más que una paradoja. Es una bestialidad. Nunca un Estado, un Gobierno, un cuerpo legal, pueden situarse en el mismo plano de quien empuña un arma para sesgar la vida de alguien, aunque sea culpable.