La ceremonia de firma del Tratado de Roma, cuyo 50 aniversario se cumple mañana, duró poco más de cinco minutos, como señalaron en tono peyorativo los diarios oficialistas españoles de la época. Pero los hechos han demostrado que no era una cuestión de hechuras de ceremonial aquella iniciativa de Francia, Italia, Alemania, Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo, que puso en marcha la Comunidad Económica Europea (CEE). Fue en esencia y a corto plazo una unión aduanera entre países ya recuperados en sus estructuras productivas y demográficas del desastre de la segunda Gran Guerra, pero el objetivo político de largo plazo contenido en su texto hablaba de la determinación de los signatarios de establecer los fundamentos de «una unión sin fisuras y cada vez más estrecha» entre las naciones del viejo y desde luego muy heterogéneo continente.
Y aunque ese paso introductorio de la economía ascendente hacia la sociedad política común no se ha interrumpido desde entonces, el avistamiento de una Unión Europea fehaciente en todos los órdenes se percibe aún lejano. La Europa vista de oeste a este, desde el Atlántico hacia Asia, ha ganado individualmente y en conjunto desde aquella cita de Roma y naturalmente desde su impulso de refundación de 1992, pero sus integrantes -sobre todo desde la perspectiva personal de los ciudadanos de cada país-, se resisten a entregar sus acendradas peculiaridades nacionales y recelan de entregarlas al común. Se acepta el protocolo de la bandera azulada de las estrellas, pero no lo que suene a federado en la práctica.
Todo va razonablemente bien en las bodas de oro del Tratado de Roma, y los políticos aplazan los sueños paneuropeos para mejor día. Triunfan las leyes contra las prácticas contrarias a la libertad de los mercados, pero una Constitución común siempre puede esperar.