No le tocó a Boris Yeltsin una época dulce para dirigir su país. Apadrinado por Mijail Gorbachov cuando todavía existía la Unión Soviética, Yeltsin supo ir ascendiendo peldaños que le condujeron a enemistarse con su mentor, a liderar Rusia y a dar el golpe de gracia al régimen comunista más poderoso de la tierra. Se le recuerda ahora que ha muerto por su tenaz trabajo a favor de la democratización y modernización de una obsoleta estructura llamada URSS, aunque en su vademécum también quedará escrita en tinta negra la primera guerra contra la rebelde Chechenia, episodio sangriento que aún no ha terminado.
Lo cierto es que conducir a un gigante burocratizado y corrompido como la Unión Soviética hacia la desintegración, la democracia y la paz es ya todo un logro histórico. Alcanzó Yeltsin los máximos niveles de popularidad en su país, y también sufrió los más duros reveses, pero consiguió convertirse en el presidente probablemente más querido y respetado por sus conciudadanos, además del primer referente democrático -recordemos que Gorbachov era hijo del comunismo- ruso que supo dar la vuelta a las tradicionalmente enconadas relaciones entre Washington y Moscú.
Además de acercar los dos gobiernos en su día más poderosos del mundo, Yeltsin tuvo el acierto de devolver a Rusia parte de su herencia europea, normalizando las relaciones con Alemania y el resto de la Unión.
Para la historia quedarán las imágenes imborrables de un Yeltsin orgulloso y firme, subido a un tanque, desafiando a quienes pretendían devolver la dictadura a Rusia. En el imaginario popular, quizá, perdure también la imagen de un hombre enfermo y aislado que tuvo que dejar el poder antes de tiempo y retirarse de la vida pública en sus horas más bajas, dejando un país empobrecido y débil.