La crispación se ha vuelto a adueñar de la vida política española como una consecuencia directa del estallido de nuevos casos de corrupción en los que están involucrados destacados dirigentes del Partido Popular, cuya cúpula ha optado por contraatacar poniendo en solfa a los jueces, fiscales y medios de comunicación como base de una teoría conspiratoria en lugar de promover el esclarecimiento de lo ocurrido.
Resulta poco creíble la tesis que defienden los dirigentes conservadores. La certeza de que muchos presuntos delincuentes todavía no han sido detenidos no exime que los arrestados respondan ante la justicia. Este axioma no quiere ser asumido desde las filas del Partido Popular a pesar de que afloran más y más casos de supuesta corrupción que se ramifican hasta alcanzar dirigentes de cierta relevancia, incluso con grabaciones muy comprometedoras. La respuesta de la formación que lidera Mariano Rajoy se ha limitado, salvo algunas destituciones, a cerrar filas y nada más, una reacción pobre que, en todo caso, confirma la sensación de que el Partido Popular está desbordado por la retahíla de casos que van saliendo cada día y trata de asirse a las anécdotas, por censurable que sea la coincidencia de un ministro y el juez Garzón en una cacería.
Todo este clima está provocando que, de nuevo, el ambiente político en España vuelva a ser irrespirable y la imagen que trasciende a los ciudadanos de la actividad política provoque el rechazo o la desconfianza. Se hace un flaco favor al conjunto de la sociedad si la tarea de depurar la corrupción entre la clase política, un cáncer que se debe extirpar sin dilación, acaba provocando su desprestigio. Es necesario recuperar el sosiego por parte de todos.