La presentación a bombo y platillo durante la World Travel Market, el certamen turístico de Londres, del Festival Internacional de Cine de Mallorca, aún en fase de organización, y el anuncio de la jugosísima subvención e inequívoco apoyo por parte del Govern balear no podía más que provocar un intenso dolor entre los gestores del International Film Festival de Eivissa (IFF), que este año, y con una cierta modestia, cumplieron su tercera edición. Su director, Xavier Benlloch, denunció el miércoles que, además, el ejecutivo autónomo aún no ha abonado los 30.000 euros de ayuda comprometidos para esta última edición, pero se mostró desafiante en su intención de continuar hasta «con un palillo y un calcetín». Quizás sea esta, precisamente, una afirmación que encierra en el fondo parte de la clave del problema: el modo en que se ha ido organizando una iniciativa con tanto potencial para disolverse en la nada como para arraigarse con dignidad en sus modestas dimensiones, lejanas de otras muestras, no ha tenido en cuenta la necesidad de una mayor diplomacia a la hora de acercarse tanto a las administraciones como al público. Al margen de la tradicional desconfianza de parte de la sociedad pitiusa hacia la política que se desarrolla en el Govern (y hechos como que en Londres se obviara completamente existencia del IFF y sí el gobierno regional se desviviera por dar a conocer el mallorquín no ayudan, precisamente), la necesidad de una autocrítica sincera y de una visión general realista deben ser vitales para conseguir que el certamen no se pierda, como otras veces antes, entre los renglones de la historia. Y, por supuesto, una gestión abierta, cooperativa y eficaz serán el mejor pasaporte hacia el éxito.
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