Dicen de los ingleses que son hipócritas, que los franceses pecan de vanidosos y los alemanes de disciplinados, mientras que los españoles somos envidiosos. En nuestro mapa genético viene escrito el cainismo desde mucho antes de dar nombre a la picaresca, no en vano el historiador galo-romanizado, Pompeyo Trogo, mostró ya su sorpresa, un siglo antes de Cristo, por ese pueblo que no toleraba ser gobernado por nadie superior intelectualmente y que prefería la guerra al descanso en tal medida que «si no tienen enemigo exterior lo buscan en casa».
Con una simple lectura a nuestras raíces entendemos muchas cosas, ya que hemos hecho a lo largo de la historia un sayo de las apariencias y una filosofía de la crítica. ¿Qué vamos a esperar de una patria para la que trabajar era hasta hace un par de siglos algo que demostraba bajeza y poco rango? Y esto no lo digo yo señores, acuñan esta teoría mentes y plumas de la talla de Antonio Machado, Baltasar Gracián o José Ortega y Gasset.
Mariano José de Larra afirmaba que «en este triste país, si a un zapatero se le antoja hacer una botella y le sale mal, después ya no le dejan hacer zapatos», como muestra inexorable de una realidad vigente en nuestros días, por la que se castiga a quienes «osan» embarcarse en cualquier tipo de gesta y tienen la ambición y el crecimiento entre sus premisas. Aseguraba por su parte Antonio Cánovas del Catillo que «son españoles... los que no pueden ser otra cosa» a lo que, en un diálogo ficticio, Pío Baroja apostillaba que «el territorio nacional se divide en dos campos enemigos irreconciliables».
Para Joaquín Bartrina «oyendo hablar a un hombre, fácil es acertar dónde vio la luz del Sol; si os alaba Inglaterra, será inglés, si os habla mal de Prusia, es un francés, y si habla mal de España, es español». Para Winston Churchill «los españoles son vengativos y el odio los envenena», y Jorge Edwards aseveraba que «hay en España una escasa curiosidad intelectual, mucha indiferencia. Lo conocido se acepta y explora, pero se ignora lo otro».
Los informativos y rotativos cada día hacen suya esta premisa de Josep Pla por la que, tristemente, esgrime que «en España no hay leyes ni reglamentos. Hay amigos y hay favores», mientras que Ortega y Gasset, tan vigente con su "España Invertebrada", concreta que «lo que nos pasó y nos pasa a los españoles es que no sabemos lo que nos pasa».
No lo digo yo sino Arturo Pérez-Reverte, para quien esta tragedia de ser español, esta amargura, pone de manifiesto que «cuando uno tiene memoria histórica de la de verdad, comprende que ser español no es fácil». «No nos queda sino batirnos contra la estupidez, la maldad, la superstición, la envidia y la ignorancia, que es como decir contra España, y contra todo», acuña en una ficticia conversación entre don Francisco de Quevedo y el capitán Alatriste.
Lo triste de errar es hacerlo sin aprender de la caída. No piensen que este artículo busca justificar que somos lo que somos porque lo llevamos implícito en los genes, puesto que yo soy de las utópicas que cree firmemente que podemos revelarnos contra nuestra naturaleza y hacerle un corte de mangas a nuestros pecados capitales.
Somos un país de vagos, de ladinos, de encarados y resentidos. Somos un país de derechas o de izquierdas, de negro o de blanco, de «estás conmigo o contra mí», con el que no comulgo. Nuestra historia no es pura, fue contaminada con el rencor que todavía pica de un franquismo que se apropió de nuestra bandera, de nuestros héroes y de nuestra patria. ¿La respuesta es enfadarse con nuestros símbolos y con nuestras raíces y tirarlos, vapulearlos, quemarlos porque una vez fueron de otro y por eso ya no pueden volver a ser nuestros? Despechados y desconfiados miramos mal a todo el que dice que ama a España, como si ella no fuese también nuestra madre. El símil es comparable con un secuestro, una vejación, una alienación de esta querida España a la que, cuando por fin ha sido liberada de su cautiverio, muchos ya no respetan, escupen y recelan. ¡Qué pena que sentirse español se considere rancio y facha, y cómo se ríen de nosotros en otros países donde no tienen pudor en ondear sus banderas más allá del fútbol!
En estos 36 años de democracia seguimos sin creernos que somos libres y nos quejamos de todo sin cambiar nada. Tenemos políticos que se pelean en parlamentos y en tertulias periodísticas para, acto seguido, compartir taxi y mesa entre chanzas. Representantes que se amenazan entre sí con tirar de la manta y hacer caer a todos si se descubren sus fechorías, sin sonrojarse siquiera... y ojalá lo hicieran. No han leído los discursos de Calvo Sotelo, de Azaña o de Cánovas y no saben lo que cuesta un café, en el sentido más literal y metafórico de la palabra.
Estamos en precampaña electoral y en sus teatros no nos explican sus proyectos, sino que descalifican los del resto. Se insultan, hacen ruido, siguen tirando piedras contra nuestra triste herencia y ahora, ante la irrupción de un nuevo contrincante que les puede hacer sombra, nos amenazan con que todo puede ir a peor, cuando el enemigo siempre ha estado en casa. Menos mal que sigo creyendo que no todos los españoles son envidiosos, que no todos los políticos son malos y que no todo está perdido.