El inexorable paso del tiempo implica que, inevitablemente, la gente mayor vaya abandonando este mundo. Una pérdida que resulta irreparable por motivos diversos. El primero, y del que todos somos conscientes, es que esa persona no volverá a estar entre nosotros. Pero muchos olvidan que con la desaparición de nuestros mayores también estamos perdiendo un patrimonio etnológico y cultural incalculable. Los ibicencos y formenterenses podremos estudiar todas las carreras universitarias y másters que nos dé la gana, pero nada de ello nos otorgará la sabiduría de nuestros abuelos.
La generación que vivió la Guerra Civil de niños o como adolescentes empieza a dejar su sitio a las nuevas hornadas de pitiusos. Unos hombres y mujeres a los que no les llegaremos ni a la suela de los zapatos, que nos dan mil patadas en el cuidado de nuestra tierra, en el amor a nuestras tradiciones y en la cultura del esfuerzo y del trabajo. Unos hombres y mujeres que con muy poco supieron ser felices, que se ganaron el jornal trabajando de sol a sol sin conocer qué carajo significaba tener 30 días de vacaciones, de las pagas extra o de las cestas de Navidad. Unos hombres y mujeres que nos dejaron las mejores islas del planeta y que a pesar de haberlas llenado de cemento, de bailarinas con pechos de plástico y de clubbers con cerebro de mosquito y músculos de acero, no han querido desterrarnos de este paraíso.
Para muchos de ellos, su única diversión durante mucho tiempo fue jugar a las cartas. Munti, tuti, ramer, escambrí, cinquet, zero, cau, manilla, butifarra,... Son nombres que a los más jóvenes no les sonará de nada. Una lástima, porque significa que poco a poco los pitiusos también dejaremos de jugar a las cartas. Y esto sí que es una pérdida irreparable.