1978 comenzó en domingo. Fue un año normal en el que ocurrió algo extraordinario: un país en transición, que pensaba en gris, hablaba con miedo, y soñaba con la libertad, cogió papel y pluma, reunió a sus máximos pensadores y juristas y escribió el libro de su historia.
Tal día como hoy, un 6 de diciembre de 1978, se ratificaba la Constitución Española, la Carta Magna, la norma de las normas. El documento que regiría los derechos y deberes de los españoles y gracias al cuál, los hijos de la Constitución, los que tuvimos la fortuna de nacer al amparo de este cuento con final feliz, solo sabemos de dictaduras, de guerras, de hambre y de dolor real por otras novelas y otras obras. Hoy, 37 años después de su nacimiento, el hambre nunca tendrá los dientes tan rotos como en la postguerra, ni los hermanos se harán heridas tan profundas en el alma y en la sangre como en aquella España dividida entre malos y buenos, donde se tenía que escoger entre un bando u otro y donde, al final, todos perdían. La razón se escurría entre el fanatismo y el odio, la lealtad se vestía de traición y la boca se hacía pequeña por miedo; el eterno miedo a no poder pensar de manera distinta.
El 1978 la OMS declaró oficialmente erradicada la viruela, la española Carmen Conde entró en la Real Academia Española, convirtiéndose en la primera mujer en formar parte de esta institución. Ese mismo año en la que los compañeros de clase de la Constitución tomamos la palabra para evocar su significado. Fue a esa tierna edad cuando tomé conciencia de la importancia de aquel libro sin dibujos que sentí como un hermano; un compañero de batallas gracias al cuál siempre vencería.
A los 25 años el Gobierno me envío un ejemplar a mi casa, como a todos los nacidos ese año, que volví a releer con gusto.
Hoy, casi cuatro décadas después, sus contenidos se debaten precisamente con la naturalidad y sencillez de los tiempos que cambian. Porque la Constitución se concibió como un libro vivo que debía crecer a la zaga de una España joven y despeinada para que nunca más se la llevase el viento. Sus premisas eran y son establecer la justicia, la libertad y la seguridad de cada región de un país unido y promover el bien de cuantos la integran.
Tal vez si más personas se leyesen la Constitución, como ocurre con los seguros de la casa o las instrucciones de un electrodoméstico, comprenderían mejor cómo funciona, sabrían hacer un uso correcto de la misma y, sobre todo, se sentirían más seguros y amparados en sus bondades. Hace unos días el CIS incluyó a los nacionalismos en la lista de problemas más destacados por los españoles, algo que no ocurría desde 1998. Algunas veces la distancia nos provoca miopía y nos impide ver que el camino que debemos seguir es el de calificarnos como ciudadanos del mundo. A los que vivimos en esta maravillosa y cosmopolita isla, en la que aprendes en cada esquina de personas de todas las nacionalidades y culturas, nadie tiene que recordarnos que viajar, conocer y compartir conocimientos nos hace más libres, más sabios y más humanos y que defender nuestras raíces no es tapiarlas con un muro que solo les quita aire y la posibilidad de crecer.
La Constitución Española aboga porque las Leyes de nuestro país permitan una convivencia democrática conforme a un orden económico y social justo, protejan a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones, promuevan el progreso de la cultura y de la economía para asegurar a todos una digna calidad de vida y establezcan una sociedad democrática avanzada y en paz.
Si alguien no está de acuerdo con estas palabras es que, realmente, no ha aprendido nada. Feliz cumpleaños Constitución, gracias por permitirme vivir a tu amparo y tener el derecho y la libertad de ser una mujer que votará el próximo 20 de diciembre a la opción que escoja. Sigue creciendo y mejorando con los años y gracias por dejarme vivir feliz “en pecado”, estudiar la carrera de mis sueños y tener la gran suerte de escribir en este periódico lo que me da la gana.