El Evangelio de este domingo cuarto del tiempo ordinario, nos habla de Nazaret, una pequeña aldea y poco importante, situada en la provincia de Galilea, al norte de Palestina. En Nazaret comienza Jesús su ministerio. Allí, el Señor se crió. Las características sociales que influyeron en su educación fueron: vivir en una aldea en la que la mayoría eran emigrantes judíos, trabajadores de la construcción o de las canteras; participar de la intensa espiritualidad judía contrapuesta al ambiente liberal y cosmopolita de las grandes ciudades. El centro de la religión israelita, lo constituía el Templo de Jerusalén. En el año 587 antes de Cristo el rey Nabucodonosor destruyó el tempo y se llevó a los judíos cautivos a Babilonia. Los judíos exiliados no podían celebrar el culto porque carecían de Templo. Entonces comenzaron a reunirse los sábados, en pequeños grupos, para leer y comentar la Palabra de Dios. Estas reuniones de los judíos para comentar la Palabra de Dios dieron lugar- con el tiempo- a las sinagogas.
En Nazaret, Jesús, al principio es escuchado con agrado por sus conciudadanos . Pero a los nazarenos les falta fe y humildad, porque ven en Jesús, un vecino más de su pueblo, el hijo del artesano José . Jesús les dice: En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria. De modo insolente, los de su pueblo le dicen que haga los prodigios que ha hecho en otras ciudades. La actitud de Cristo les hiere en su orgullo hasta el punto de quererlo matar. A Jesús solo se le entiende en la humildad y en la sincera decisión de ponerse en sus manos. Jesús no huye precipitadamente, sino que va retirando entre la agitada turba con una majestuosidad que les dejó paralizados. Los hombres no pueden nada contra Jesús: el decreto divino era que el Señor muriera crucificado cuando llegara su hora. Jesús, como dice el profeta Isaías, es el Mesías humilde, que desde la humildad y la entrega, propiciará la salvación para todos.
Él es el salvador, que aparecerá a los ojos de los hombres como un fracasado en la cruz, pero a través de la entrega de su vida nos dará la auténtica Vida. Todo creyente en Jesucristo, puede exclamar, con San Pablo: Cristo me amó y se entregó a la muerte por mi. Creo en Jesucristo, espero en Jesucristo, amo a Jesucristo.