Rosa Díez no fue nunca santo de mi devoción, UPyD no ha sido nunca mi partido favorito; desde mi punto de vista, como ibicenco e isleño ultraperiférico, creo que las pretensiones recentralizadoras nos convienen poco o nada: cuanto más pequeña sea la pecera del pez grande, más lejos podrá nadar el pez pequeño. La marca que hacía diferente a UPyD era, precisamente, una forma de concebir España ciertamente jacobina, a la francesa, para que nos entendamos.
Me acuerdo hoy de UPyD porque su antigua líder y fundadora, Rosa Díez, acaba de darse de baja del partido y pide su disolución; lo mismo ha hecho su sucesor, Andrés Herzog; podemos dar a UPyD por muerto y enterrado definitivamente. UPyD mantuvo en Eivissa una pequeña estructura; incluso llegó a dar algunos políticos estimables, que en otras formaciones hubieran tenido más recorrido; es el caso del joven ibicenco Javier Torres, quien fuera secretario de organización del partido. Sin embargo, el electorado en las Pitiüses y las Balears les dio siempre la espalda. Por qué les dio la espalda a ellos, y no a Ciudadanos, es algo que los libros de Ciencia Política analizarán dentro de algunos años.
UPyD muere con más pena que gloria, con un mutis realmente muy discreto, por la puerta de atrás. No fue absorbido por Ciudadanos, pero sí fueron absorbidos sus votantes. Se acaba el partido que lograba una de las mejores puntuaciones en los índices de tranparencia; el partido que puso encima de la mesa, por primera vez, la necesidad de aligerar la administración de forma severa; el partido que, desde el nacionalismo centralista, fue látigo de los nacionalismos periféricos. Ahora, en el parchís de la política, a Albert Rivera y los suyos les toca demostrar que su ficha vale más que la ficha que se han comido.