El sábado murió en la enfermería de la Plaza de Toros de Teruel el torero segoviano Víctor Barrio; el cuerno de un toro lucero de la ganadería de Los Maños de nombre Lorenzo, de 529 quilos de peso, le perforó un pulmón y el corazón.
Como era de esperar, no han faltado malnacidos que, de manera más o menos explícita, han manifestado ya su malsana alegría en las llamadas redes sociales. Pienso que de su mezquindad puede salvarles su profunda ignorancia, resultado de un sistema de enseñanza que, so pretexto de democratizarla, ha colocado al 43 % de nuestros conciudadanos en un nivel educativo «muy bajo», según criterios de la OCDE.
Uno de los estragos de la LOGSE ha consistido en hacer creer a decenas de miles de sus víctimas que la fiesta nacional es repudiable, que el sufrimiento del toro en la plaza es intolerable y totalmente incompatible con los valores de una sociedad moderna y que los toreros son una especie de torturadores sádicos que disfrutan martirizando a pobres animales tan indefensos que, aún así, de vez en cuando consiguen matarles. Lo que estos paletos, frecuentemente titulados, son incapaces de tener en cuenta, porque ya de pequeños se procuró castrarles el sentido crítico, es que, de no existir la tauromaquia, la especie a la que dicen pretender defender … se habría pura y simplemente extinguido, como desapareció hace tiempo el uro del catálogo de las especies europeas; claro que lo del uro está fuera de su limitado alcance; los baleares pensarán que es un exabrupto (¡uro!) y los de otras zonas que se trata de un error ortográfico por «hurón». El caso es que la especie del toro de lidia sobrevive, paradójica y exclusivamente, gracias a la pervivencia de la Fiesta nacional. Puede que esta aparente contradicción resulte inasequible a mentes educadas en el eslogan y en la dictadura de lo políticamente correcto, pero es inobjetable.
Quienes piensan que los toreros son una especie de torturadores sádicos deberían saber que cuando aguardan en la barrera la salida de sus cornúpetas oponentes suelen estar pálidos y muertos de miedo y que, al decidir salir al ruedo para enfrentarse a ellos, se tragan ese pavor y lo reemplazan por un valor que, sin embargo, saben que no les será suficiente para librarles de una muerte segura si les falla la técnica o si dan un paso equivocado o si una racha de viento les desarma en el momento más inoportuno.
La nómina de personajes de la cultura partidaria de la Fiesta es interminable. «Ser salvaje al lado de Picasso, Lorca y Ortega no está mal», escribió no hace mucho el barón Garel-Jones en "ABC". Citaré a Alberti, Bergamín, Celaya, Crémer, Gerardo Diego, Guillén, Hemingway, Laín, Montherlant, Ortega, Pérez de Ayala, Savater, Valle-Inclán, Picasso, Villalón y tantos otros paletos sanguinarios amantes de los toros, incluidos los franceses y los del otro lado del Atlántico, aunque sé que es inútil. Sí mencionaré a un escritor sueco de novelas policiacas que recientemente osó poner en boca de uno de sus personajes, un forense de su país, lo siguiente:
«Sólo existe un oficio verdadero: el de matador de toros; todo lo demás es sucedáneo o trampantojo».