Alzada en un rincón del Port de la Savina, la ahora vieja y descastada Torre des Trituradors languidecía hasta hace escasos días esperando poco a poco, cual abuelo de pasado glorioso abandonado a su suerte en un apartado geriátrico, a que la acción de la lluvia, la omnipresente sal y el empuje del dios Eolo acabarán por derrumbar sus otrora resistentes muros, contando sus arrugas en forma de grietas, cada día más marcadas i desafiantes. Como titularía otro Dios de legendaria prosa castellana y hogar en un remoto Macondo, tratase de la Crónica de una Muerte Anunciada, esa que a todos nos llega aunque no por eso injusta deja de ser.
Esta no es una historia de buenos ni malos, sino más bien del olvido y su condena, de unos patrones que no acordarse querían de la espléndida herramienta capaz antaño de despedazar la sal de sus salarios y bienestar. Es la historia, también, de quien recuerda haberse encaramado escaleras arriba, aun de niño, a desafiar el castigo de sus mayores para observar el cielo y un pedacito de mar. Todos, los unos y los otros, se entremezclan en un absurdo sinsentido que a punto esta de enrunar una construcción que no destaca entre otras muchas porque no surgió para destacar, sino para servir a fines más mundanos como ser un mecánico paso más entre el agua salada y el aderezo más fundamental de nuestro pan de cada día.
La leyenda de una torre, que parecía abonada a un penúltimo resoplido de aliento, toma ahora nuevas fuerzas, aletea levemente cual ave Fénix y resurge de entre polvo y desgastada piedra. Gracias al hierro, a la estructura cincelada a golpe de grúa y soldadura de electrodo, lucha por sostenerse y divisar nuevos tiempos donde los futuros paseantes puedan preguntarse porqué se alza en aquel rincón apartado, qué fue de su pasado y que devenir le espera si, finalmente, cicatrizan sus heridas.
El niño que correteaba bajo sus arcos y subía los adustos escalones en pantalón corto sonríe imaginando que algo de ello queda en alguna parte, en un imaginario y no tan antiguo anteayer donde el sol se ponía a los pies de su particular castillo. Sonríe en su recuerdo, pues la oportunidad vislumbra de volver a otear el horizonte de sus viajes a ninguna parte.