La pasión del juego también hermana. Lo comprobé en un campeonato de backgammon en Chipre, apostando con un profesor turco que tiraba los dados mientras acariciaba el rosario y rezaba indistintamente a Moisés, Jesús y Alá, como si confesara el adopcionismo del místico Ramón Llull; un par de israelitas que solo se negaban a jugar en sábado por eso del sabbath, un armenio que pretendía subir a quinientos euros el punto, un filósofo italiano con barba talibán y corazón perdido en las sonrisas deslumbrantes de las negras de Mombasa, un húngaro encantador que había vivido en Tagomago, budistas que encontraban su nirvana particular en la fiebre ludópata, persas sensuales con vestidos vertiginosos y cocktails azucarados, un egipcio elegante que había conocido la época dorada de Marbella, nipones matemáticos de rostro impenetrable y geishas de aroma anaranjado, georgianos que parecían pastores de ovejas y se transformaban en conquistadores del tablero, serísimos maestros de ajedrez que sopesaban todas las posibilidades lógicas y se perdían en la suerte de los dados… Vividores de más cuarenta naciones y credos diferentes que se reunían para jugarse las pestañas en una isla de altísimo interés estratégico y reserva de gas natural por la que tendrán que aparcar su odio ancestral griegos y otomanos, una isla inmensa y arcillosa y rezumante de leyendas, en cuyas espumas marinas nació la amantísima Afrodita, mientras The Donald ganaba contra pronóstico unas elecciones yanquis a las que nadie hacia ni caso mientras duraba el torneo.
Ya lo dijo Casanova: Yo juego el juego por el juego mismo.