Diez años de escolarización en el Colegio de Montesión de los padres jesuitas de Palma de Mallorca consiguieron erradicar en mí cualquier tipo de creencia religiosa, ya que no considero que el admirable budismo zen sea propiamente una religión; respeto muchos de los sentimientos religiosos, generalmente los de carácter altruista o humanitario, pero coincido con Orwell en que «no se puede ser católico y adulto a la vez».
Con esos antecedentes, no es de extrañar que el actual Papa jesuita y argentino (tres contradictiones in terminis en una) me provoque una sensación extraña a caballo entre el estupor y la curiosidad malsana. Inauguró su pontificado asegurando a los miembros del colegio cardenalicio que rogaba a Dios que les perdonara por haberlo elegido. Imaginé que sus razones tendría y creo que los hechos han ido confirmando mi sospecha inicial, porque ¿Es el Papa populista? ¿Es peronista? o es sólo … cuentista.
Con esa soberbia típicamente jesuita que se disfraza de humildad (uno de los sinónimos de invulnerabilidad, según la gran escritora austriaca Marie von Ebner-Eschenbach) se desplaza en utilitario o en transporte público, les lava los pinreles a los enfermos de SIDA, importa ocasionalmente a unos pocos refugiados y visita a presos o vagabundos tras convocar convenientemente a los medios de comunicación. Todo muy edificante.
Si es peronista, lo es indirectamente y con cautela; según él, el peronismo es «la tercera vía entre el capitalismo y el comunismo» y «se basa en la doctrina social la Iglesia» (que alguien me ate esa mosca por el rabo, por favor, porque todavía no me consta que piqueteros, operadores y demás matones peronistas renuncien a ir a armar bronca al estadio, a emborracharse o a aporrear a oponentes para dedicarse a leer la Rerum Novarum). Que es cuentista es un hecho indiscutible: cuenta con el silencio cobarde y cómplice de teólogos más o menos solventes, cuenta con la complacencia de la prensa progre mundial y cuenta con la perplejidad atónita de los más sensatos y desconcertados de los fieles. Mucho cuento.
Este personaje desconcertante ha tenido actuaciones verdaderamente memorables: tras el vituperable atentado a Charlie Hebdo aseguró que «si alguien dice una mala palabra contra mi mamá puede esperarse de mí un puñetazo», lo que constituye una notable puesta al día de la consolidada doctrina católica de ofrecer la otra mejilla. También se desplazó a la ciudad sueca de Lund para celebrar un centenario de Martín Lutero, a quien tal vez esté considerando canonizar «para limar asperezas y en aras del ecumenismo». Ha afirmado que «los comunistas piensan como los verdaderos cristianos», ha apoyado el vergonzante acuerdo del Gobierno de Colombia con las FARC rechazado en referéndum por el pueblo colombiano y ahora anda zascandileando en mediaciones con el gorilato narcotraficante venezolano. Tras el asesinato del Padre Hamel en Francia a manos de islamistas, se le ocurrió declarar a los medios de comunicación que «no todo en el islam es violencia. También hay católicos violentos; en Italia, cada día, hay católicos bautizados que matan a su novia o a su suegra», olvidando decir que si lo hacen no es en nombre de un libro sagrado como otros. Al periódico La Croix declaró que «aunque es cierto que la idea de conquista es inherente al alma del islam, también se puede interpretar el objetivo del Evangelio de Mateo, donde Jesús manda a sus discípulos a todas las naciones, en términos de una misma idea de conquista». ¿Hay quien dé más?
Este Papa es una joya capaz de superar en inanidad a personajes como Merkel La Misericordiosa -como la designa la prensa de esos países del Golfo que no admiten a un solo refugiado de los que la buenísima hija del pastor protestante acoge contra legem con entusiasmo-, al patético Hollande el Dispersador de Calais (en los subtítulos de TVE «Calé», tal cual), al Tsipras el Bravo Achantado del «donde dije digo digo Diego», a Cameron el de «ahí queda eso, que yo me voy» y a toda esa caterva adicta a la censura de lo políticamente correcto que, por ser correcta, pretende dejar de ser censura para convertirse en doctrina.
Creo que este Papa todavía no se ha esmerado suficientemente. Aún no ha integrado la santería yoruba-cubana en las ceremonias de culto ni ha nombrado a ningún cardenal inuit ni ha integrado en el Código canónico el matrimonio homosexual, pero no hay que desesperar porque todo llegará «ad maiorem Dei gloriam» que, para víctimas de la LOGSE, significa «a mayor gloria de Dios» y es el lema de la Compañía de Jesús.
Luego se extraña la gente de que un millonario vulgar y deslenguado acceda a la Presidencia de la primera potencia del planeta sin tener en cuenta que, como dice el refrán, «otros vendrán que bueno te harán».