Ayer celebramos en toda la Iglesia, y entre nosotros de una forma especial y solemne en Formentera la fiesta de San Francisco Javier, titular de una de las tres parroquias de esa Isla de nuestra Diócesis. En Ibiza y Formentera tenemos la suerte de tener títulos de la Virgen o Santos como titulares de nuestras parroquias cuyas fiestas son vividas y celebradas vivamente.
Celebrar, recurrir a los santos es algo que nos es de gran ayuda. Un santo es una persona que después de haber vivido en la tierra con la Palabra de Dios en el encargo que Dios le ha hecho, ahora está para siempre en el cielo y es nuestro defensor e intercesor. Siendo los santos personas agradables a Dios, estando unidos a Él, nosotros hemos de invocarlos a menudo con amor y confianza. Pero no solo honrarlos, venerarlos e invocarlos, sino que además hay que imitarlos. Con esos sentimientos, pues, acerquémonos a la figura de este santo, San Francisco Javier que ayer celebramos y contando con su ayuda, tratemos de imitarlo, especialmente en su gran ejemplo de evangelizador, siendo por ello patrono de las misiones. Se puede decir que fue una persona con un corazón tan grande como para responder generosamente a la llamada de Jesucristo e ir a evangelizar hasta los confines de la tierra.
Nació en 1506 en la localidad navarra de Javier (España), en un hermoso castillo. De familia pudiente, cursó sus estudios en la novedosa universidad de París. Allí coincidió con Íñigo de Loyola, quien minará el ánimo estudiantil de Javier para convencerle finalmente de la temporalidad de los bienes terrenales (“Javier, de qué te sirve ganar el mundo si pierdes tu alma”) y de la ingente labor que quedaba para hacer llegar el menaje de Cristo a todos los pueblos. De arrolladora energía, trabaja en la fundación de la Compañía de Jesús (los Jesuitas) e inicia una incansable labor de evangelización.
Su periplo le llevará por medio mundo, desde el cabo de Buena Esperanza hasta La India o El Japón, dejando profundas huellas en todas las ciudades que pisó. Esas tierras del lejano Oriente conocieron la figura de Cristo y millares de sus gentes le siguieron gracias al sobrehumano esfuerzo apostólico de Javier, apoyado por la corona portuguesa y animado con el aliento del papado.
Cuando acariciaba el sueño de entrar en China, en la isla de Sancián, dentro de una cabaña de ramas y arcilla, enfermo de pulmonía, moría Javier con sólo cuarenta y seis años en tal día de ayer del año 1552. Su cuerpo incorrupto se conserva en Goa, en la iglesia del Buen Jesús. Fue canonizado el 12 de marzo de 1622 junto con San Ignacio de Loyola, San Felipe Neri, Santa Teresa de Jesús y el santo de Madrid, San Isidro Labrador.
Consciente del encargo de Jesús de que seamos evangelizadores, empieza a serlo y no se detiene en ello por nada. En la oración y en los tiempos de reflexión trataba de buscar la voluntad de Dios. Una vez que se convencía de que el bien de las almas le pedía un nuevo horizonte, allí estaba él, Xavier, decidido, enérgico, impaciente. Por ejemplo, cuando se va hacia Japón sus «devotos y amigos» intentan disuadirle. Le hablan de «los ladrones del mar»; hay tantos, le dicen, «que es de espanto» y le subrayan que «son estos piratas muy crueles en dar muchos géneros de tormentos y martirios a los que prenden”… Y Francisco Javier les responde: «Todos los otros miedos, peligros y trabajos que me dicen mis amigos, los tengo por nada». ¿Por qué? Por una sencilla razón: «¡Ay de mí si no evangelizara!». Y en esa misión él tiene puesta toda su confianza en Dios y sabe que el Señor no le defraudará ni por un instante.
Que la fiesta, pues, de este gran y valiente evangelizador, que con su presencia, con sus palabras, con sus oraciones y sus acciones hizo tanto bien para que la gente conozca, crea y ame a Dios nos haga a todos ser también evangelizadores allí donde estemos. Evangelizar con sencillez, amor y misericordia es una ayuda, un gran servicio a los demás.