Antes de comenzar este artículo les confieso que no soy madre ni tengo instinto de maternidad, si es que realmente existe. Adoro a mis sobrinos, los de sangre y los de alma, y los quiero con un amor que traspasa la objetividad y la lógica, pero no quiero tener hijos. Es así de sencillo y así de simple: soy una adulta, libre y que escojo esta opción de vida. Con los cuarenta silbándome cerca, créanme cuando les digo que esta es una decisión absolutamente meditada, consensuada con mi pareja y fruto de un análisis sobre los pros y los contras de aumentar nuestra familia, a pesar de que muchos todavía me dicen que ya cambiaré de opinión y que «todavía estoy a tiempo».
Mi realidad es que, por mucho que para algunos una mujer debería vivir esta maravillosa experiencia, tengo la suerte de tener una vida plena, una familia amplia y los campos afectivos cubiertos. No necesito escudarme en las horas que trabajo, muchas, en la falacia que es la conciliación laboral, y más si eres autónomo y tienes tu propia empresa, o en los kilómetros que nos separan de nuestras maravillosas madres y hermanos, una ayuda que cada día es más necesaria si te lanzas a la aventura de procrear: simplemente no quiero tener hijos.
Admiro mucho a las mujeres que los tienen, y más si cabe a las que trabajan y a las que lo hacen sin apoyos, y valoro como una gesta su manera de hacer malabarismos, funambulismo e imposibles para sacar 26 horas al día. Sufro con las ojeras de mis compañeras las mañanas en las que no han podido dormir porque los niños no les han dejado hacerlo, los sustos y saltos a urgencias o los miedos y frustraciones por sentir que no llegan a todo. Pero con lo que más sufro es con sus vidas sociales, trufadas de cumpleaños infantiles multitudinarios, comuniones fastuosas y actuaciones escolares por doquier, amén de sus “grupos de madres” o de colegio en WhatsApp. Reconozco que parto de la premisa de sentir urticaria con los “grupos” y con los “audios”, pero les aseguro que no podría ser tan paciente como ellas como para soportar que mi teléfono estuviese iluminado continuamente, y fuera de mis 10 o 12 horas de trabajo, con mensajes sobre consejos para evitar diarreas o cómo coser un disfraz.
Ya les he dicho al comienzo de este artículo que no tengo vocación de madre, tal vez porque la de periodista me viene de muy lejos y porque tengo cierta tendencia a ser extremadamente sincera y algo seca en mis respuestas, píldora castellana que me impide morderme la lengua o controlar la tecla cuando mis propias amigas comienzan sus parrafadas de dos minutos con un: “Montse, ya sé que odias los audios, pero te aguantas… no escribo tan rápido como tú y solo te quiero dejar un mensaje rápido”.
Imagínense mi bilis si quien mandase ese mensaje no fuese parte de mi tribu más directa. Supongo que conocer nuestras limitaciones, ser honestos con nosotros mismos y escoger qué camino queremos evitar o cuál es el que preferimos transitar es preciso para no terminar perdidos sin recordar de dónde venimos o hacia dónde vamos. ¿Tenemos todos que estudiar una carrera con salidas laborales, casarnos, tener hijos y llevar una vida sana y perfecta? Realmente no, y no somos mejores ni peores por dar un volantazo y esquivar los convencionalismos sociales y la rutina de “lo que toca”.
En Navidades acudí a ver las actuaciones de mis sobrinos y me marché asustada ante la lucha por los mejores sitios, los cientos de móviles grabando a los pobres niños y el grupo de WhatsApp de mi hermana echando humo. He dejado de acudir a cumpleaños de los hijos de mis amigas si solo van parejas con niños y a cambio les ruego que hagamos algo más íntimo y tranquilo. Por mucho que intento evocar con objetividad mi infancia, no recuerdo a mi madre tan estresada, tan hiperconectada y ocupada con eventos y tutorías mensuales, ni invirtiendo cantidades de dinero y tiempo tan extremas en cosas que no son realmente importantes. Mi madre, como ya les he dicho en otros artículos, fue tan concienzudamente maravillosa que nos leía cuentos cada noche, nos hacía bizcochos y helados sanos y caseros y nos mintió durante 15 años haciéndonos creer que la pizza era una torta de pan de aceite de Aranda con jamón serrano por encima. Tal vez una de las razones por las que he escogido no ser madre es porque nunca podré estar a su altura, y soy extremadamente perfeccionista, aunque, en los tiempos que corren, ser madre es una profesión de riesgo.