Una civilizada tradición austriaca permite que en los cafés se pueda compartir la mesa con extraños. Así se consiguen encuentros inesperados mucho más excitantes que Tinder o cualquier otra gélida agencia de amistades cibernéticas.
Paseando por Salzburgo la placentera corriente me guió al abarrotado Tomaselli, donde rogué asilo en una mesa ocupada por dos elegantes bellezas. Como una era ucraniana y la otra carioca, al principio se mostraron extrañadas con las permisividades locales, pero ejercí el encanto pitiuso que abre tantas puertas.
Poco después un hombre de apariencia distinguida jugó la misma baza y preguntó si podía sentarse a nuestra mesa.
El extraño se presentó como Prof. Dr. Iván Koñokoff, director científico en materias medioambientales de una estación de Siberia. El Profesor comprobó que no había suficiente hielo en nuestras copas y, tras hacer una señal al atento camarero, por analogía se puso a hablar del enorme iceberg a la deriva en la Antártida. Tal vez fuera por el contagio del encanto pitiuso, pero Koñokoff confesó que, gracias a sus cálculos matemáticos, podía revelar que el cubito de hielo gigante se dirigía indudablemente a Formentera.
Las féminas parecieron encantadas de tal posibilidad. «¡Sería maravilloso jugar al hockey sobre hielo en Illetas!». «¡Por fin habrá suficiente hielo en mi caipirinha!». Entonces el profesor dijo: «Ya que estoy tan habituado al frío, espero que me hagan el honor de poder acompañarles. ¿Se encuentran mesas redondas tan liberales en Formentera?».
«Naturalmente—respondí mientras encendía un puro—, su iceberg llegará antes que los horripilantes cordones VIP de Ibiza».