Ibiza es esa alma desnuda y errática. Sumergida en un maleante efecto dominó, viaja a toda velocidad y arrasa todo a su paso. Ingenuos nosotros que abanderamos la caduca imagen de la isla. Quien te reconoce, te maldice. Quien te extraña, te lamenta. ¿Estamos cada vez más ante un templo indio en medio de una jungla?
Mi curiosidad me dejó caer en un café, donde suelen acogerse a matar el tiempo. Me senté con mis cuatro camaradas en una sabia mesa con bastón. Al lado había quienes maldecían su martirio. Sus grietas faciales dejaban entrever sus hazañas. Otros, con carajillo en la mano y pitillo en la boca, criticaban el momento y añoraban tiempos pasados: ¡Qué mal está la vivienda! ¡Y los taxistas piratas que salieron en la tele, vaya gentuza, qué vergüenza! ¡Ibiza ya no es lo que era, antes se vivía muchísimo mejor! Ello hizo preguntarme el rumbo de Ibiza o si sólo era un espejismo. Quizá tal vez estábamos ante locos de barba escorchada y humeantes de la nicotina. De pronto me vino un recuerdo de mi primer año como estudiante en la universidad. Allá por octubre de 2012. Ser de Ibiza no era tarea fácil. Había que lidiar con el tren del alcohol, las drogas y el desenfreno. Para los eruditos de pelo a trasquilones y náufragos de los bulos, quienes vivían en Ibiza eran personas adineradas, con yate, chalé y dadas a la juerga. Ahora hay que añadir el duro problema de la vivienda, la falta de profesionales o la plaga de quinquis tatuados que sacian su sed sobre las cuatro ruedas. Sin olvidar a los que deambulan fantaseados con tripis que torean la muerte por exceso. ¿Ibiza ha llegado a su consumación? ¿Ibiza ya no es lo que era? Eso me pregunto yo, incapaz de reconocer esto que no es quimera.