Mi artículo del domingo pasado denunciaba el engaño que consiste en rebajar los niveles de exigencia académica para facilitar el acceso a la enseñanza universitaria a personas que, en otros sistemas menos complacientes de gran implantación en Europa, serían derivadas a otro tipo de estudios más a su alcance; denunciaba también la carga de frustración que conlleva la posesión de títulos devaluados que no son apreciados en el mercado laboral.
Pues bien, un lector, un tal Joanet, siguiendo sin duda los dictados de esa cultura (?) socialdemócrata «mezcla de sinvergonzonería y subnormalidad que inhalamos como el gas de los pantanos», en frase feliz del maestro Ruiz Quintano, tergiversó mi argumentación acusándome de clasismo (!). Y es que se necesita muy poca vergüenza y bastante subnormalidad para concluir que la excelencia académica perjudica a las «familias socialistas y de clase media baja», cuando es precisamente la que les permitiría un ascenso social efectivo y no el que, pretendiendo halagarlas, únicamente consigue frustrarlas. Como es obvio, nada tiene que ver la clase social con la capacidad intelectual y en ningún momento se me ha ocurrido postular el dislate que el citado lector me atribuye gratuitamente.
También un tal Lluís comentó el artículo citado acusándome de ser «homófobo, islamófobo y anticatalanista». El mecanismo es novedoso pero sobradamente conocido: se descalifica al crítico imputándole desórdenes de comportamiento, en este caso fobias; pero vayamos por partes: como se maliciaba Lola Flores, una cosa es ser «hemosexual» y otra mariquita; la primera es una opción legítima, la segunda es su degradación a través de astracanadas como el llamado «orgullo gay» y los imperativos de la LGTBI. Leamos la opinión de un homosexual: «los maricas turbios de lágrimas, carne para fusta, bota o mordisco de los domadores. Contra vosotros siempre, que dais a los muchachos gotas de sucia muerte con amargo veneno. Contra vosotros siempre, Faeries de Norteamérica, Pájaros de la Habana, Jotos de Méjico, Sarasas de Cádiz, Apios de Sevilla, Cancos de Madrid, Floras de Alicante, Adelaidas de Portugal. ¡Maricas de todo el mundo, asesinos de palomas!». (El lector culto habrá detectado la «Oda a Walt Whitman» de Federico García Lorca que, al paso que vamos, va a resultar igual de homófobo que yo).
En cuanto a la islamofobia de la que se me acusa, diré que si no practico mi credo, que es el único verdadero, menos voy a simpatizar con una pseudoreligión que, en realidad, es un proyecto político teocrático, bárbaro, cruel y fosilizado en el Medioevo. Si por islamofobia se entiende el rechazo al pensamiento totalitario, a las lapidaciones, a las amputaciones de manos, al asesinato de homosexuales y a la desigualdad de género, acepto de buen grado el adjetivo de «islamófobo» que el tal Lluís me atribuye también gratuitamente.
En cuanto al anticatalanismo, no es tal. Me opongo a los delirios independentistas de una parte de la clase política catalana que no tiene el respaldo mayoritario de una población a la que pretende engañar con mentiras tan burdas como que una hipotética república catalana seguiría formando parte de la Unión Europea (!). Se necesita sinvergonzonería y subnormalidad para pretender ignorar no ya las prescripciones constitucionales internas, sino las de Derecho internacional general (Resoluciones de la AGNU 1415(XV) y 2625(XXV) y las de la Unión Europea en particular). La ignorancia todo lo puede o eso cree.
Terminaré escribiendo que la tiranía de lo políticamente correcto es una tentación totalitaria y excluyente que aspira a imponer un pensamiento único inmune a la crítica, fuera del cual sólo hay exclusión, anatema y condena al ostracismo. Por eso, precisamente, no pienso encajonar mi derecho a la crítica razonada para buscar la aceptación de necios conformistas que pretenden aniquilarlo so pretexto de modernidad y progresismo: su rechazo y sus exabruptos gratuitos me halagan extraordinariamente.