Es razonable que muchos ciudadanos legos en ciencia política puedan llegar a pensar que el derecho de autodeterminación pertenece a cualquier pueblo y no es sino expresión de su voluntad democrática, pero quienes tienen un mínimo conocimiento saben que no es así por cuanto conocen las dos resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas que abordaron el tema; me refiero a la 2625(XXV) y a la 1514(XV); ambas delimitaron el derecho de autodeterminación a «los pueblos sometidos a dominación colonial» y, por tanto, pretender que le pertenece al llamado «poble Català» es un desvarío que sólo puede surgir de un fanatismo ciego e inmune al razonamiento. Como especifica la 2625(XXV), «ninguna de las disposiciones de los párrafos precedentes se entenderá en el sentido de que autorice o fomente cualquier acción encaminada a quebrantar la integridad territorial de los estados soberanos e independientes». En resumen y para que quede claro: el mencionado principio pertenece a los pueblos sometidos a dominación colonial pero no autoriza a los que no lo están a quebrantar la integridad territorial del Estado soberano del que forman parte y cuyos derechos democráticos éste respeta escrupulosamente.
También el ciudadano lego puede pensar que cualquier pueblo es de por sí soberano, pero yerra también porque la soberanía que se proclama pero no obtiene el asentimiento mayoritario del sustrato social que la legitimaría es apenas un patético gemido, un brindis al sol sin consecuencia práctica. Aldington lo aclaró: «El patriotismo es un sentimiento acendrado de responsabilidad colectiva. El nacionalismo, un gallo necio pavoneándose sobre su propia pila de estiércol y reclamando espolones mayores y picos más brillantes».
La génesis histórica de esa compleja institución que es el estado soberano no fue un camino de rosas exento de los inconvenientes de sus inevitables espinas. La defensa acendrada de intereses particulares, las injerencias de instituciones religiosas que pugnaban a su vez por la soberanía frente al poder civil y la defensa pertinaz de privilegios (derechos exclusivos) dificultaron su avance pero, paso a paso, conflicto tras conflicto, se fue configurando el complejo edificio de la estatalidad entendida como estructura de protección de derechos e imposición de los deberes que la hacen factible, con independencia de la adscripción ideológica, étnica, religiosa o cultural de sus ciudadanos.
Por todo lo anterior, la pretensión separatista de parte de una clase política del territorio de un Estado independiente y soberano carece de legitimidad teórica y virtualidad práctica a menos que, como señaló Blas de Lezo, «una nación no se pierde porque unos la ataquen, sino porque quienes la aman no la defienden» y a la vista de la somnolencia displicente del Gobierno del Estado español no parece que quepa excluir tan triste posibilidad.