En el Evangelio del pasado domingo, Jesús preguntó a sus discípulos: Vosotros, ¿ quién decís que soy yo?. Simón Pedro dijo: Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le respondió: tú eres, Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Te daré las llaves del Reino de los Cielos, y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los cielos. Esta potestad prometida a San Pedro se extiende a la Jerarquía de la Iglesia. El Señor otorga a Pedro, a los apóstoles a sus legítimos sucesores: el Papa y los Obispos, el poder de atar y desatar. Es decir: mandar o prohibir cuanto sirva para el bien de la Iglesia y de la Sociedad. Os aseguro, añade el Señor, qué si dos o más se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos. Jesús está presente en la asamblea. Cuando nos reunimos en nombre de Cristo para orar entre nosotros está presente el Señor. En los “Hechos de los Apóstoles”, leemos que los discípulos perseveraban unánimes en la oración, con las mujeres y con María, la Madre de Jesús ( Hechos, 1, 14). Por eso la Iglesia ha vivido desde el principio la práctica de la oración en común. Hay prácticas de piedad que se han vivido siempre en las familias cristianas: la bendición de la mesa, el rezo del rosario todos juntos- es cierto que no faltan en nuestros días, quienes atacan esta sólida devoción mariana- las oraciones personales al levantarse y al acostarse, siempre se debe fomentar algún acto de piedad.
Las devociones populares se han de vivir con naturalidad y sencillez, sin beaterías. Me agradó mucho ver qué en una parroquia, antes del rosario se rezó el Ángelus, oración breve en la que recordamos el gran Misterio de la Encarnación del Hijo de Dios en el seno de Santa Maria, por obra del Espíritu Santo. Las cosas pequeñas y sencillas tienen un gran mérito si se realizan con amor y por amor de Dios.