Último capítulo de la tercera temporada de “Black Mirror”. Mirada fija en el televisor, la mano aferrando firmemente el mando, el café frío y olvidado y la tensión pintada en la cara tomando como presa cada músculo de mi cuerpo.
Una vez más esa sensación de miedo a lo inevitable y ese escalofrío que provoca una ficción demasiado real que despierta pesadillas muy certeras. “Black Mirror” es una serie británica de ciencia ficción futurista que apela con un pellizco de cordura en cada episodio, cabalgado por un director distinto, a la obsesión actual de nuestra sociedad por la tecnología. De pronto algo me desconcentra y me hace saltar del sofá poniendo mi corazón a 100 kilómetros por hora. Alguien intenta entrar en mi casa. Una llave gira nerviosamente la cerradura de la puerta y salto como un resorte a escrutar por la mirilla. Grito: “¿Quién es? ¿Qué quiere?”, y una voz me responde en italiano que lo siente que se ha confundido de piso. En el pasillo se escuchan risas, y yo me cago en ellos arameo y me acuerdo de toda su familia.
No es la primera vez que me ocurre. El trasiego de visitantes en los pisos de mi edificio es tal que desde hace años desconecto el telefonillo cada noche para evitar que me despierten de madrugada preguntando por nombres imposibles con la voz pastosa por el alcohol un día sí y otro también. En ocasiones me ha costado salir de mi casa porque el descansillo estaba invadido por bolsas de basura y sábanas, y el sonido de las máquinas de limpieza de las empresas que se dedican a estos menesteres es el rumor diario con el que tengo que lidiar cada verano, ya que los “visitantes” de mi portal cambian cada tres o cuatro días de rostro, aunque no de formas. Este año me han tocado más italianos que en otras ocasiones, he sentido sus pies mojados al entrar en el portal, sus toallas rechinando en la fachada, su música a todo trapo y el olor de su tabaco y otras sustancias en el ascensor. Los reconozco porque nunca responden a los saludos. Una vez más he tenido que llamar la atención a “intrusos” de arriba, abajo y del mismo rellano en inglés, suplicándoles que bajen el tono, que no tiren nada por las ventanas y amenazándolos con que la policía está de camino, aunque sepa que es mentira. De hecho, las veces en las que he buscado ayuda para poder dormir, me he encontrado con voces cansadas de escuchar a vecinas “histéricas” como yo, que me exigían saber la letra de la puerta del piso que hacía ruido y que les esperase despierta durante horas, cuando desde mi ventana es imposible saber algo más que la planta de la que surge el “chunda-chunda”. Los tacones vibrando en las paredes, las maletas reverberando con sus ruedas y las voces, risas y discusiones que son ya la banda sonora de nuestras noches y días tienen que aguantarse sin opción a réplica. El único aliento que nos queda es pensar que octubre está muy cerca, cada día más.
También he visto cómo los británicos de siempre, los que se piensan que un piso residencial es un hotel, bailan como posesos en la terraza de al lado, juegan al balón entre los coches y se bañan en la piscina comunitaria con cervezas de cristal, borracheras y eructos de serie. Cada vez que he dejado que mi rabia recorra las teclas del ordenador y nazca convertida en un nuevo artículo en el que reclamo que se regule de forma real el alquiler ilegal de viviendas como pisos turísticos de cuyos ingresos no nos beneficiamos nadie, porque los propietarios son todos extranjeros que solo se lucran a 2.000 euros la semana directos a su bolsillo, a costa de nuestra paz y derechos, alguien me acusa de tener otros intereses. No señores, soy simplemente una ciudadana más que paga religiosamente sus impuestos, que cree todavía en esa “chorrada” de que Hacienda somos todos, que reside en su piso y que jamás entraría en este juego de cristal oscuro que nos quita la luz y que vende nuestra isla, nuestra dignidad y nuestra calidad de vida a cambio de dinero sucio. Yo nunca alquilaría mi piso durante un mes para ganar ilegalmente “una pasta” escudándome en que todo el mundo lo hace, porque precisamente esa excusa es la que hace que tengamos las viviendas más caras de España y que nos estemos quedando sin policías, sin jueces, sin abogados, sin médicos y sin trabajadores de todos los sectores para defendernos, atendernos y darnos los servicios por los que pagamos los impuestos más caros del país, en proporción con lo que recibimos a cambio. Al final, como en la serie futurista a la que volví tras el susto de la puerta, la película que protagonizamos puede acabar muy mal, con una isla esquilmada, llena de turistas de botellón y vacía de profesionales que los atiendan, y una tercera parte en la que el desierto ruja desde un cristal oscuro, oscuro como el miedo, porque ni siquiera la magia de Ibiza podrá defender unos precios desorbitados sin nadie para justificarlos. Será entonces cuando pasemos de moda, cuando dejemos de ganar dinero a espuertas y los “extraños tras la puerta” escogerán otros paraísos a los que viajar, pero entonces será demasiado tarde para todos y este caleidoscopio de colores nos recordará que sin gallina ya no habrá huevos de oro.