Yo crecí jugando a lanzarme al mundo dentro de una carretilla, comiendo tomates, manzanas y pepinos del huerto y quitándoles la tierra con la manga de la camisa. Yo me hice persona aburriéndome como una ostra los veranos, para terminar escribiendo cuentos fantásticos, leyendo libros imposibles e inventando juegos lacónicos. Yo me caí de árboles, montañas y columpios, sentí las pinzas de mi madre adentrarse en mis rodillas para sacarme cientos de cantos y volé por los cielos en los brazos de mi padre, de mis tíos, de mi hermano e incluso manteada en alfombras. Yo vi dos rombos en la pantalla y me fui a la cama sin rechistar porque sabía que no debía ver la televisión más de una hora al día, incluido Barrio Sésamo. Escuché música en la radio y en discos de aguja al gusto de mis padres y disfruté del cine y del teatro como si fueran el mejor parque de atracciones del mundo. Para mí un viaje era ir al pueblo de al lado, la mayor aventura un sábado de búsqueda de setas o un domingo de chuletada en el campo y el mejor de los regalos un cuento sentada en el regazo de mi madre. Los dibujos se veían los fines de semana mientras mi padre me secaba el pelo, los deberes se hacían sin broncas y nada más llegar del cole, sin quejarnos de su volumen o dificultad, la ortografía era un bien inexpugnable y los profesores, médicos y políticos gente de bien a la que debíamos respetar.
Yo crecí confiando en los mayores, feliz con lo que teníamos, sin exigir a mis padres ropa de marca, regalos ni juguetes. Los Reyes Magos nos traían muchas veces “lo que sabían que necesitábamos” aunque no se pareciese en nada a lo pedido en nuestras cartas, y los cumpleaños se celebraba en casa con bocadillos, panchitos, refrescos y regalos de menos de 500 pesetas, si los había. Yo fui simple y llanamente feliz. Feliz en términos no cuantificables. Feliz a espuertas, con la boca llena, con las manos repletas de abrazos y la cara llena de besos. Yo tuve los mejores padres del mundo, que siguen tratándome con el amor incondicional que se siente por las hijas pequeñas, con los mejores hermanos y con las amigas más auténticas. Recuerdo las noches de cuchicheos con Cristina, las cerillas encendidas a escondidas y los globos de agua lanzados desde su terraza. Evoco las canciones a grito pelado con Merche y los saltos desde los columpios, las tardes jugando al “tute” y los partidos de baloncesto tarde tras tarde en “la plaza roja”. Rememoro los días de patinaje con “Zara”, nuestras “chochonas” en el parque y los “sugus” que siempre me daba su padre Eusebio. Nunca olvidaré las historias imposibles de mis “Barriguitas” con Eva o con mi prima Virginia, las canciones cómplices con mis primas Sonia y Cristina y, sobre todas las cosas, la admiración y la magia de mis hermanos mayores Mario y Miriam, con quienes el “Quién es Quién” o “En busca del Arca Perdida” nos ocupaban los inviernos.
Yo crecí con poco, con lo justo, heredando ropa y libros, compartiendo habitación, escritorio y baño, veraneando en campings y agradeciéndolo todo. Por eso siento una pena enorme, visceral y amplificada cuando veo a niños entretenidos con teléfonos móviles, amarrados a una silla, aunque tengan tras de sí una playa, sin jugar a las horas a las que toca, sin correr por la calle, sin inventar historias, juegos y aventuras, sin escalar sueños y sin creer que la vida pondrá música a las canciones que entonen. No quiero parecer la típica persona mayor que asegura que cualquier tiempo pasado fue mejor, porque las comodidades de hoy y los avances son de todos, pero sí siento lástima por una infancia inocente que se les escurre a los más pequeños entre tablets, televisiones y pantallas impidiéndoles vivir la vida en 3D, en primera persona, fascinarse mirando durante minutos a una lagartija, temiendo coger un huevo de un corral o haciendo saltar un guijarro cinco veces en un río.
Yo aprendí a vivir la vida despacito, en primera persona, admirando cada brizna de hierba, respirando cada aroma, apreciando el frío del rocío, y hoy las prisas, que nunca fueron buenas, amenazan con romper el sitio de mi recreo, nuestros orígenes y nuestros destinos. Dejad a los niños ser niños, y a los mayores no olvidarnos de seguir siéndolo. No os olvidéis nunca de que la felicidad no se esconde bajo el dinero, sino en la caja antigua en la que soñamos que lo guardaríamos cuando lo tuviésemos.