Durante la abominable Ley Seca los nativos de Long Island brindaban con lo que parecía té helado en sus fiestas a lo Gran Gatsby. Naturalmente los juerguistas, en su lucha contra el totalitarismo, hacían el simulacro de beber té, pero en realidad su copa contenía vodka, ginebra, ron y tequila blancos, cointreau, zumo de lima y una lágrima de coca-cola para adquirir el color de la infusión. El delicioso resultado es tan contundente como un directo de Tyson.
Me acuerdo del cocktail rebelde porque me servirá de tabla de salvación si paseo por algún acto del Ayuntamiento de Vila, que se ha declarado abstemio y anuncia que no servirá alcohol en nada que organice. ¡Con lo que animarían algún palo o un suisse, unas hierbas de Marí Mayans o el vino de Can Rich!
Alegan que hay que dar ejemplo a los jóvenes, pero así lo único que logran es fastidiar a los adultos. Que fomenten mejor la cultura que torna más amable la vida: Literatura, arte, paseos panteístas, danza más allá de la robótica electrónica, consciencia y alternativas atractivas para demasiados jóvenes inexpertos que devienen cobayas y esclavos de tanta droga y garrafón.
Algo huele a talibán cuando los burrócratas plantean medidas tan secas como hipócritas. Porque el alcohol inspira nuestra cultura desde que sus inventores alquimistas, Ramón Llull y Arnau de Vilanova, descubrieron la líquida piedra filosofal que alumbró el liberador Renacimiento. Por no hablar del vino de la Consagración o los versos báquicos de Al Sabini...
Pero recuerda: Beber bien es mejor que beber.