Una amiga inglesa me ha enviado un chiste navideño que tiene su enjundia. Trata de un individuo que a las 8:00 de la mañana de la víspera de Navidad decide hacer un muñeco de nieve en la calle. Diez minutos después de acabarlo, una feminista le reprocha no haber hecho una muñeca de nieve y el buen hombre se la hace para complacerla, pero la niñera de los hijos del vecino le reprocha acto seguido la voluptuosidad de sus senos, mientras los dos gays de la vecindad se quejan de que los muñecos no sean del mismo sexo. Mientras tanto, los veganos del barrio se quejan de que haya utilizado zanahorias para simular las narices de los muñecos; a su vez, el vicario de la parroquia se escandaliza de que haya signos paganos en las calles y exige airadamente su retirada; otros tachan de racista al autor por haber hecho de color blanco los muñecos de nieve al tiempo que una musulmana lamenta que la muñeca no lleve la cabeza cubierta con un velo. A las 8:35, un comerciante indio coloca flores al pie de los muñecos, insiste en construir un templete y pide que cristianos y musulmanes abandonen el barrio, de manera que ante el revuelo provocado aparece la policía y exige que se retiren las escobas porque podrían utilizarse como armas ofensivas. El creador de los muñecos se queja amargamente con el resultado de que la policía le confisca el móvil, lo introduce en un helicóptero y lo traslada a comisaría. A las 9:00 de la mañana, una emisora de radio le tacha de terrorista por crear disturbios en tiempos de alto nivel de riesgo, mientras un grupo yijadista asegura que el detenido es uno de los suyos, por lo que el pobre hombre decide abstenerse en el futuro de actividades tan peligrosas como la de fabricar muñecos de nieve. Hasta aquí el chiste.
En realidad se trata de una denuncia de las delicias del multiculturalismo, cuyos defensores suelen olvidar que hay creencias e idiosincrasias que son totalmente incompatibles y, por tanto, imposibilitan la convivencia.
Como ha señalado Ulrick Beck en su «Sociedad de riesgo», la nueva modernidad engloba numerosos aspectos: sociedades multirreligiosas, multiétnicas y multiculturales, tendencias al pluralismo legal y al refuerzo del individualismo, proliferación de los ámbitos de decisión en detrimento del soberano de los Estados, incremento notable de las libertades individuales y refuerzo del garantismo ante cualquier poder sancionador, flexibilización -o degradación, según los gustos- de los mercados laborales, pérdida progresiva de legitimación de los Estados nacionales, tendencia a la creación de organizaciones supranacionales, auge de los movimientos surgidos de la sociedad civil, incremento de la violencia gratuita y del terrorismo supranacional, criminalización de las economías de muchos países emergentes, etc. La valoración es libre, pero es denominador común la contingencia de los principios en los que se basan las sociedades contemporáneas.
Hay diagnósticos para todos los gustos ante la situación de las sociedades actuales, pero lo cierto es que los desórdenes que genera el sistema surgen más de la propia lógica interna de su funcionamiento que de impugnaciones externas, ya sean teóricas o prácticas. La «autopoiesis» (autorregulación) de las sociedades contemporáneas avanzadas no es lo suficientemente efectiva para controlarlas con eficacia; por eso viviremos en sociedades de riesgo tecnológico, ecológico, biológico, económico y social mientras no seamos capaces de una reinvención de lo político que permita, si no regularlas eficazmente, sí, al menos, mitigar sus efectos.
Enzensberger lo ha explicado en sus «Perspectivas de guerra civil»: «No hace falta ser hegeliano para darse cuenta de que el ansia de reconocimiento es un hecho antropológico fundamental y sería ilusorio imaginar que ha llegado a ser satisfecho alguna vez; incluso puede ponerse en duda que sea posible. Lo que está fuera de duda es que la inmensa mayoría de las personas que viven actualmente no pueden más que soñar con ello». El problema surge cuando el reconocimiento de uno implica el desconocimiento de otro.