La audiencia Provincial de Friburgo acaba de declarar culpable de asesinato a Hussein K., un refugiado afgano que en 2016 golpeó, violó y mató a una joven universitaria alemana arrojándola al río Dreisam, en el que tardó más de una hora en morir según los médicos forenses; el «refugiado» lo hizo sabiendo que aunque aún estaba con vida no tenía la más mínima posibilidad de sobrevivir, como ha señalado la Presidenta de la Audiencia (»sabía que se ahogaría, que tenía que ahogarse) que le ha condenado a cadena perpetua con custodia de seguridad (lebenslange Freiheitsstrafe mit Sicherungsverwahrung), por lo que su puesta en libertad condicional tras 15 años se antoja muy improbable.
Este joven afgano agradeció la generosidad de su país de acogida cometiendo un crimen particularmente cruel del que pretendió librarse alegando que era menor (alegaba tener menos de 18 años pero tenía al menos 22) y asegurando luego, una vez descubierta su añagaza y tras confesar su verdadera edad, que «a fin de cuentas (su víctima) no era más que una mujer». El joven, que vivía con una familia de acogida, tenía antecedentes en Grecia, donde ya había sido condenado por una violación previa, pero la falta de coordinación europea permitió que se marchase a Alemania.
Lo anterior es lo que pasa cuando la ética de la intención que preconiza la señora Merkel prevalece sobre la de la responsabilidad (Gesinnungsethik gegen Verantwortungsethik, en la terminología de Max Weber o «por la caridad entra la peste», en expresión popular). Saltándose la normativa europea y la nacional, esta buena protestante introdujo en su país a un millón de personas que no sólo no comparten los valores de la sociedad que los ha acogido, sino que, además, los impugnan y no están dispuestos a hacerlos suyos: el «a fin de cuentas no era más que una mujer» lo demuestra a las claras..