Si un pueblo «es una reunión de seres racionales vinculados por convicciones comunes sobre las cosas que aprecian» (De Civitate Dei, XIX, 24), de vivir hoy entre nosotros, San Agustín concluiría que el pueblo español ha dejado de existir como tal y vuelve a estar escindido en tres bandos, dos de ellos irreconciliables y el otro feliz e irresponsablemente mediocre e indiferente.
Se profanan tumbas y mausoleos de soldados de España, se atacan y derriban cruces, se atacan los sentimientos religiosos de los españoles y se resquebraja la unidad de España no sólo en Cataluña sino también en las antiguas provincias vascongadas, en Valencia, en Baleares, en Canarias y en Galicia en una loca carrera de aspiración a la insignificancia digna de examen psiquiátrico. Todo ello, impunemente.
En muchas ciudades se eliminan calles de héroes nacionales al amparo de una sectaria Ley de Memoria Histórica y se organizan exposiciones como la titulada 1936. Madrid, no pasarán (¡vaya si pasaron!) en una clara exaltación de la guerra civil que contraviene el propio artículo 15 de la citada ley.
El origen remoto de ese desaguisado hay que encontrarlo en un texto constitucional tan bienintencionado como desacertado al implantar un diseño autonómico de consecuencias previsibles en un país ya de por sí centrífugo. Tal vez como reacción a un pasado poco democrático y autoritario, los legisladores incurrieron en un buenismo que les impidió prever y remediar las consecuencias de la deslealtad constitucional. Basta comparar el artículo 21 de la Ley fundamental de Bonn («son inconstitucionales los partidos que por sus fines o por el comportamiento de sus miembros traten de perjudicar o eliminar el orden democrático básico o poner en peligro la existencia de la República federal de Alemania») con el más genérico e impreciso 6 de muestra Constitución: «su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley». El origen cercano, en el atentado que, organizado por los servicios secretos de países supuestamente amigos y aprovechado por un partido político entonces como hoy camino de la irrelevancia, propició el gobierno cainita de uno de los personajes más nefastos de la escena política española, sólo en vías de superación por el que se aferra, previsiblemente por última vez, a un poder que ha desaprovechado para corregir los despropósitos del que le precedió.
Así las cosas, el Estado español se ve cuestionado por politicastros corruptos y xenófobos a los que se tolera, cuando no fomenta, su propósito criminal, mientras la España alegre y confiada sigue impertérrita su existencia mediocre sin percatarse de que hasta esa confortable mediocridad está siendo puesta en peligro por una casta política corrupta e incompetente incapaz de hacer frente a sus responsabilidades.