Para Montesquieu, «la amistad es un contrato por el cual nos obligamos a hacer pequeños favores» o, lo que es lo mismo, a sortear a la pereza, a la vagancia y al egoísmo por aquellos a los que apreciamos. Una teoría que se puede extrapolar a la familia y a la pareja, a quienes deberíamos querer con idéntica fidelidad y entrega, y en la que el pensador hace alusión a los contratos tácitos que contraemos con quienes amamos, respetamos y admiramos y por los que debemos hacer pequeños esfuerzos.
La aplicación de esta ecuación de la nobleza se traduce en hacer concesiones como salir un día del sofá para acudir a un cumpleaños, a un partido de petanca, a una cena o a la llamada desesperada de quien nos reclama como paño de lágrimas, a pesar de que este nos abduzca y quiera que formemos parte de él. Una regla matemática que justifica algo tan universal como la generosidad y el afecto, innatos en el ser humano, o al menos en la gran mayoría, y que nos recuerda que esto va de querer, de querer con mayúsculas y de verdad a las personas, y de estar a su lado cuando nos necesitan.
En ningún caso el jurista francés nos insta a someternos ni a ser serviles con quienes solamente pretenden extraer algo de nosotros, sino que nos recuerda que, en el contexto del aprecio más honesto, escudarse en frases como «no me apetece» o «yo soy así» es una ilegalidad moral hacia los nuestros.
Las palabras de este filósofo están más de relevancia que nunca en una sociedad en la que cada día prima más el individualismo y donde la apertura de egos, aireados en redes sociales donde fantasear con mundos perfectos y amigos de humo, nos lleva a olvidarnos de lo que verdaderamente importa. No hay antidepresivo más potente que el amor, ni mejor psicólogo que un buen amigo y por eso, por la importancia que tiene para nosotros cada micromundo, los reales, los del aquí y el ahora tenemos que recordar que es preciso sembrar para recoger.
Somos una sociedad y en ella hemos sobrevivido como animales aparentemente frágiles durante milenios, creciendo de la mano y olvidando en muchos casos nuestra propia comodidad. El fin de este acuerdo tácito que rubricamos en el alma con aquellos que conforman nuestras particulares historias, no es otro que lograr a su lado el bien más preciado que podemos lograr: la felicidad. No estamos hablando de cosas materiales, ni de fama, sino de acostarnos cada día y despertarnos cada mañana con una sonrisa cosida en la boca.
Estos días pregona estas ideas Mo Gawdat, un ingeniero y directivo de Google, quien asegura haber elaborado una fórmula matemática para ser feliz, tras descubrir que los millones atesorados en su cuenta bancaria no le reportaban la satisfacción que anhelaba. El mazazo que le arrebató de forma inesperada a su hijo de tan solo 21 años le despertó y le recordó que los vacíos no los llenan las cosas, sino las personas, y su golpe seco le llevó a entender que la «infelicidad es la diferencia entre la manera en la que un individuo ve los acontecimientos de su vida y la expectativa de cómo debería ser». Lo que sufrió Gawdat para entender la respuesta que muchos han buscado, es la lección que difunde al mundo para evitarnos frustraciones. Créanme que sé bien de lo que les hablo porque quienes perdemos a apéndices de nuestras vidas tan jóvenes crecemos 150 años de golpe y, en algunos casos, aprendemos a mirar el mundo con otros ojos: más conscientes, más agradecidos y más abiertos. En mi caso, mi familia y mis amigos fueron mi Arca y por ello dedicaré mi vida a hacerles los favores que sea preciso.
Volviendo la vista a la historia, Montesquieu coincidiría hoy con Gawdat, ya que sugería que, desde la época clásica, el principal problema del hombre, el que nos lleva a la destrucción, es la ambición, es decir, anhelar más de lo que precisamos. Y aquí llega la fusión de estos dos pensadores de ayer y de hoy, para quienes el principal tesoro, como para ustedes y para mí, no es otro que recorrer este maravilloso camino que es la vida con personas que hacen que a su lado cada día sea un tesoro. Eso sí, sin esperar que sean inmortales y que el destino nos abra cada puerta a nuestro paso.
Recuerden que para ser abrazados es preciso saber tender los brazos, que las sonrisas son contagiosas y que las penas, si se comparten, pesan y escuecen menos.