El otro día en El País salió un artículo extenso en el que se reivindica una nueva delicatessen, el torrezno, o sea las cortezas o la tira de tocino frita que hemos comido toda la vida en los bares de la vieja piel de toro, menos en Baleares porque la tapa no es costumbre que nos trajeran ni el pancatalanismo ni Jaume I o la diócesis de Tarragona en el caso de Ibiza. Hasta hace poco nos querían alejar del gorrino, de la porcella rostida, porque sus hechuras engordaban y lo que había que hacer era atiborrarse de lechuga con ligeresa. Hete aquí que algunos cocineros gourmets acaban de descubrir las virtudes de los torreznos, que ya descubrió mi abuelo Isidoro, que además de cazar tejones, se comía unos cachos de tocino con la navaja de Albacete que pa´que t´cuento. Estos cocineros han decidido que los torreznos tienen una textura y estructura en boca que es una maravilla y que ahora sí podemos tomarlos cuando nos los sirvan ellos caramelizados o con alubias de Tolosa rellenas una a una con panceta de Kobe. Pero cuánta tontería tenemos que soportar para rellenar nuestras vidas, ahora todos somos inspectores de la Michelin y vamos por las casas de comidas y restaurantes como Anacleto con la lupa y el trapo del polvo, haciendo juicios de valor. También somos escritores, escribimos en Tripadvisor y nos chupamos el programa de Chicote para saber que lo primero que hay que hacer antes de poner el cazo a cocer es rascar la cochambre que tiene la encimera. Yo siempre he dicho que el mejor amigo del hombre no es el perro, sino el gorrino o los torreznos porque, como dijo Marañón, el cerdo ha salvado más vidas que las penicilina.
OPINIÓN | Jesús García Marín
Mi abuelo y los torreznos
J. García Marín |