El otro día me di un baño de multitudes en la esmeraldina Cala Conta. Parecía el Ganges, con los cuerpos chamuscados por el sol. Todo tipo de especímenes humanos y otros humanoides que ignoro a qué fauna pertenecían. Tribus muy diversas, con tatuajes característicos, de todos los rincones del globo terráqueo. Bellezas descalzas y alguna despistada con tacones. Incluso había un ejemplar de Papúa Nueva Guinea, con los dientes afilados, que miraba con embeleso antropófago a un obeso yuppie yanqui. La masa comulgaba en una especie de trance colectivo y aplaudía como marsopas en celo el espectáculo de la puesta de sol.
Creo que debí salir en mil fotos de diversos móviles porque la gente se cree con derecho a congelar cualquier realidad mientras se pierde la magia del momento. Mi genética tuareg se rebelaba ante estos robos del alma y a punto estuve de blandir el sable. Pero Ibiza es hoy un parque temático, epicentro mundial de una nueva cultura de masas tan joven como ilusionante en la medida de la capacidad de soñar del cándido querubín de cualquier edad. Se ha erigido en un Shangrilá al cual peregrinar para recuperar la juventud perdida y atreverse a adoptar la máscara favorita.
El diploma del cursillo ibicenco son las fotos, ahora ya más recatadas porque los gloriosos desnudos no pueden publicarlos en FB, red que vive una puritana censura incluso a la hora de colgar obras de arte. Zuckerberg es, salvando las distancias y el talento, como un moderno Il Braguettone, aquel pintor renacentista encargado de cubrir con una hoja de parra los miles de sexos vaticanos que escandalizaban a Lutero.
Habrá que marchar desnudo para ser invisible en las redes.