Dijo Theodore Roosevelt que «la muerte es siempre y en cualquier circunstancia una tragedia, porque si no es así, entonces significa que la vida ha perdido su significado».
Ante la enormidad de la tragedia que se vive estos días en Mallorca, con 12 personas fallecidas -¡qué pronto se dice!- y con centenares de personas fuera de sus casas, con sus animales y sus cosechas perdidas y sus pertenencias arruinadas por el lodo, surgen actitudes encomiables que nos reconfortan como seres humanos. Historias que pasarán a la memoria colectiva de este pueblo como el ejemplo que tantos hombres y mujeres nos legaron ante un golpe tremendo de la vida.
Un ejemplo de la capacidad brutal del ser humano de recuperarse, de levantarse al poco de caer víctima de un golpe del destino y seguir andando, porque la vida no es otra cosa.
Sin embargo, dentro de la tragedia también surgen seres deleznables, de esos que también hay entre nosotros, que habitualmente no captan nuestra atención porque siempre es mejor despreciar su insulsa existencia que atender a sus miserables palabras, por lo común tan ruines como sus actos.
Así, tenemos que oír estupideces como relacionar la devastación de la riada con la exigencia del catalán en la sanidad pública, o con que no hay una guarnición de la Unidad Militar de Emergencias durante todo el año. O como todo un alcalde de Calvià (sí, el alcalde que más cobra de toda Balears) reprochando la visita del líder del PP a la zona del desastre.
Es lógico que ante tanta solidaridad colectiva, ante el ejemplo heroico de los profesionales de los servicios de emergencias que arriesgan su vida buceando en el fango para encontrar a los desaparecidos -quién sabe si algún superviviente, porque mientras no se certifique su muerte todos los rescatadores les consideran vivos y les buscan como si fueran sus propios parientes-, ante la marea solidaria de los voluntarios que acuden a Sant Llorenç y Artà para ayudar en lo que se pueda (aunque solo sea para cocinar una olla de garbanzos), destaquen los mediocres cuyo único mérito es echar mierda sobre otros.
Principalmente en las redes sociales, hábitat vírico donde lo peor de la sociedad campa libremente y adquiere relevancia pública, y en los programas de telebasura, cuyos responsables siempre perciben cualquier calamidad como una oportunidad para lograr picos de audiencia carentes de toda dignidad. Como siempre, convive lo mejor y lo peor de nosotros mismos.