A veces la resaca matutina regala un tinte luminoso que se mantiene por el resto del día. Especialmente cuando acompaña la música de Debussy, con su fauno disipando las brumas mentales y alegrándote los recuerdos nocturnos. Nada que ver con el alcalde de Vila, quien respecto a cuestiones húmedas de la copa sagrada se muestra como un talibán de resaca permanente y ofrece consejos navideños más propios de un vegano new age que de un corsario pitiuso. Pero bueno, la copa es algo tan personal como propia de nuestra civilización, y a mí al menos me ayuda a recuperarme del susto cuando camino por el metamorfoseado paseo de Vara de Rey.
En mis odiseas por las latitudes alcohólicas planetarias he descubierto exóticos remedios contra la resaca, desde las hojas amargas de un arbusto adorado en la sabana tanzana a la fruta bomba cubana mezclada con ron Santiago, desde un baño boyardo en la gélida corriente del Neva a unos raros dátiles especiados con Fernet Branca y polvo de amapolas en un refugio del Atlas (provocaron que empezase a cantar una ranchera a una tierna montañista húngara que naturalmente abandonó la subida al Toubkal).
Pero he aprendido que nada supera al remedio de unos huevos fritos con sobrasada y una helada botella de champagne. También sirve una maceta llena de Bloody Mary o el azote dipsómano del Hanky Panky, incluso la milenaria cerveza otorgará cuerdo ritmo a tu corriente sanguínea, pero los huevos payeses (ahora se llaman eco, son los mismos de siempre pero cuestan el triple) con sobrasada son el mejor exorcismo contra esa resaca de varios grados en la escala Richter que provoca que la prensa parezca escrita en japonés y uno reflexiona que nunca llegará a ser alcalde.