Desde los tiempos fenicios en las Pitiusas cada casa payesa cultivaba su propio azafrán. Eso cambió hará un par de generaciones con la llegada del horrible colorante que tantos fanáticos tiene actualmente, los cuales necesitan ver sus arroces color fosforito aunque no aporte nutriente ni sabor alguno, tan solo una peor digestión. Por eso me alegra que en Ibiza de nuevo empiece a cultivarse el oro rojo por parte de unos románticos gourmets, nativos y forasters, que saben de las virtudes de una planta milenaria antes que de una mezcla artificial cuya sola fórmula produce repelús.
Es una cuestión de cultura y gusto, algo que se olvida con la creciente robotización del ser humano. Cuando el Parlamento británico le propuso recortes a la cultura para aumentar el gasto militar, Winston Churchill respondió: «¿Quitarle el presupuesto a la cultura? Entonces ¿para qué luchamos?».
Pero a la cultura la han rebajado de forma perversa. España es un caso impresionante por la desidia y complejos de unos políticos descabezados que juegan con los planes de estudio para aborregar a futuros votantes. Ahora hasta los ministros de la cosa, por querer aplicar parámetros progres sin hacer caso del contexto histórico, reniegan de la fabulosa aventura de Hernán Cortés y la Malinche (en nuestro cine no existe John Ford). ¿Y qué decir de sabios como Ramón Llull, Maimónides o Ibn Arabí? Duermen el sueño de los justos en medio de la cultura colorante de sabor artificial, cibernéticamente rápida pero sin gusto.
El azafrán, como buen afrodisiaco, es una planta de múltiples beneficios que ayuda al cómodo humano moderno a ahuyentar su tedio vital, hoy llamado vulgar depresión. Y la cultura hace más amable la vida. Apuesta entonces por lo bueno que está a tu alcance.