Mi abuela y mi tío fueron víctimas de la esclerosis múltiple, una enfermedad que hoy cuenta con tratamientos que logran frenar los brotes que van cercenando las capacidades físicas de quienes la padecen, pero que se cebó cruelmente con ellos antes de cumplir los 50 años. La impotencia que provoca tener intactas las capacidades mentales y sentir cada día que extremidades y órganos dejan de responder, se traduce en un dolor extremo para pacientes y familiares que ven cómo su calidad de vida y las ganas de despertarse cada mañana se van apagando como una vela consumida. De mi abuela Montse solo me queda el nombre y unos diarios que espero convertir en novela, porque no llegué a conocerla, y de mi tío Goyo guardo recuerdos de una persona joven convertida en un anciano, una amalgama de libros y de cuadros espirituales y una colección de sellos. Ambos torearon a la esclerosis con su humor mordaz y negro y dejaron en mi madre una pena que todavía la come por dentro. Ambos no tuvieron la suerte de poder despedirse de forma digna y fallecieron cuando el dolor era tan insoportable que no les permitía mover ni un solo palmo de sus cuerpos, absolutamente conscientes de ello.
Lo que Ángel Hernández ha hecho con su mujer, María José Carrasco, ha sido un acto de humanidad que mi tío Goyo nos pidió cientos de veces. Entre bromas me invitaba a lanzar su silla de ruedas contra algún camión, y cobrar de paso el seguro, cuando todavía podíamos sacarle a dar paseos. Después me instaba a meterle “alguna droguita” en el agua que solo podía ingerir con pajita, e incluso, entre sus últimas peticiones, me hizo liarle un porro para poder darse un viajecito antes de “coger su último tren”. Cuando le decían que dejase de fumar porque era malo para su salud, argüía que por eso lo hacía, “para ver si por fin me muero de cáncer o de algo”, y marcó en nosotros la certeza de que si un día nos veíamos en esa tesitura, nos despediríamos antes.
Hoy el debate está de nuevo en la calle, de forma necesaria y urgente. Ahora que todos los políticos están enredados en programas electorales y promesas fatuas, es el momento de que se atrevan a cambiar las cosas, a orquestar una ley que permita que los cuidados paliativos se dignifiquen y los enfermos terminales puedan terminar con su agonía, como la propia palabra indica, si así lo deciden de manera previa o en ese instante. Cuando la vida ya no da más de sí, alargarla solo es cruel e innecesario. Vamos a escuchar las voces de la coherencia y a evitar a más ángeles luchar con sus demonios, porque la misma humanidad que tenemos con los animales deberíamos aplicarla a los que nos llamamos racionales. Buen viaje, María José, abraza la libertad que mereces.