El sagrado triduo del crucificado, del sepultado y del resucitado se celebra desde la misa vespertina del Jueves Santo en la cena del Señor hasta las Vísperas del Domingo de Resurrección. La Iglesia comienza el triduo pascual con la misa del Jueves Santo evocando aquella cena en la cual Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies del pan y del vino y los entregó a los apóstoles para que los sumiesen, mandándoles que ellos y sus sucesores en el sacerdocio también lo ofreciesen. Toda nuestra atención debe centrarse en los misterios que se recuerdan en la misa: es decir, la institución de la eucaristía, la institución del orden sacerdotal y el mandamiento del Señor sobre la caridad fraterna.
La atención del Pueblo cristiano debe centrarse en los grandes misterios que celebramos y que hemos de vivir intensamente, recordando y agradeciendo el inmenso amor de Jesucristo por todo lo que él ha hecho por nosotros y por todas las personas. Como nos dice San Pablo, y nosotros podemos repetir con toda verdad: «me amó y se entregó a la muerte por mí». Ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo (I Cor. 5,7). La obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios se realizó por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión.
La Iglesia cumple su misión de extender a toda la humanidad sus fecundos efectos de estos días santos y da gracias por tan inefable don, e intercede por la salvación de todo el mundo (Ceremonial de los Obispos).