En la dorada mañana, mientras desayunaba una copa de emergencia llamada Hanky-Panky (tan repelente como efectiva para conjurar las brumas emocionales), me vi gozosamente rodeado por una nube de mariposas tigre. «¡Por la danza de Bes! –me dije—, si esto es el delirium tremens, no está tan mal».
Tras recuperar cierta serenidad, pensé en las analogías y sincronismos que nos acompañan como señales pánicas del genius loci (el espíritu dominante de cierto lugar). La noche pasada una divina tigresa me había desgarrado cruelmente el corazón y ahora eran dulces mariposas de alas atigradas las que me daban los buenos días de forma encantadora. Siempre el milagro de la vida ondulante, voluble y discordante. Fui a darme un baño, y sobre las olas también planeaban miles de tigresas aladas. Parecían decirme que esa vulgaridad de los celos y la posesión no sirven cuando uno aspira a los favores de una diosa. Y que nadie puede quitarte lo bailado. Es como esa filosofía sabia que recordaba el pagano Goethe al enamorarse como un colegial cuando era un joven octogenario: Hic Rhodus, hic salta. Aquí está la vida, aquí hay que danzar.
A la noche mi hermano Gus, que temía una recaída melancólica, me sacó del sarcófago para dar una vuelta por San Antonio. Atravesamos el territorio comanche del West y llegamos al Refugio, que reabría con música en vivo como un exorcismo contra la dictadura electrónica. Un grupo alegre lo daba todo por el bulevar de los sueños rotos y halcones en alas de la incertidumbre. Y descubrí ¡otra vez! que el corazón es un órgano que se regenera maravillosamente.