Peregriné a Can Xicu, uno de los bares con más personalidad del planeta dipsómano, en estado de trance. ¿Una hora antes, una vida anterior? (me encuentro tan perdido en el tiempo como a gusto en el espacio: que cada cual escoja su dimensión), había sentido la comunión panteísta al abrazarme al pino de Can Besuró, brotaba la canción pagana de un cañaveral a su fabulosa copa; luego me acerqué a la iglesia-fortaleza de San Miguel, belleza de ardor cristiano y silencio magnífico, que permite encontrar cierta serenidad tras los pecadillos que sazonan la vida del crápula…
Como sabía el aventurero Casanova: Es bueno poner todas las posibilidades a favor. Es igual que a ratos te sientas un triste agnóstico o un ferviente monaguillo: si eres sensible sabrás que existe un espíritu que sopla donde quiere.
Y en el templo dipsómano de Can Xicu entré a tumbos místicos. El deleite aumentó cuando divisé a una ninfa pitiusa tras la barra. ¡Ah, esa trenza rubia y caliginosa de vibración fenicia, los ojos de un azul aguas profundas donde nadan dragones, el temperamento de una al.lota capaz de capitanear un jabeque corsario y arrojar frascos de fuego sobre cualquier cubierta enemiga que amenace Ibiza!
Tita Planells preparó un gintonic de Xoriguer que iba de maravilla con la resina que impregnaba mis manos. Y, como siempre, pues ella practica el gozoso arte de vivir jugando, empezó a burlarse de las vanidades de este esclavo de los placeres mundanos.
El coro de risas de las hermanas Planells era contagioso, y uno se sentía a gusto en un bar de solera y elegancia ibicenca, en su luminosa terraza, donde el tiempo se dilata mientras pendemos de un espacio sensual.