Hay lágrimas que no tienen valor. Nacen de la culpa, de la vergüenza, de la falsedad más cínica y de la bajeza más certera. Son aquellas que se representan, como en un escenario silencioso y cuajado de aplausos enlatados. Muestran a personas que no son tales, puesto que carecen de cualquier rasgo de humanidad, convertidas en actores cotidianos tras unos ojos demasiado abiertos, unas manos mal escondidas y unos dientes afilados.
Aun sin querer ser espectadora de ese circo, he asistido estos días al escalofriante juicio televisado de Ana Julia Quezada, la autora confesa de la muerte de aquel niño con alma de pez, que nada hoy en otra orilla donde tal vez el miedo no exista. Al principio me negué a arrojar pan a aquel teatro macabro, pero todos los informativos se recreaban una y otra vez en sus miserias, obligándome sin remedio a ver su rostro. Luego fueron las portadas de los diarios y, como los senadores romanos forzados a presenciar las matanzas de soldados mutilados por sus augustos emperadores, me vi sentada ante aquel aberrante show. Su nombre, su rostro y su llanto de mentira se colaron en mi casa para bañarse en mis pesadillas, confundidos entre los actores de “El cuento de la criada” y otros miserables de ficción sin escrúpulos ni alma. Pero ella no era un personaje inventado, sino un ser diabólico que me hablaba. De pronto sentí cómo me arrancaba un bebé que habitaba en mis entrañas, mientras pedía perdón a todos y rogaba clemencia a un dios con el que no comulgaba. Me desperté con su voz cosida al cerebro y con aquella súplica a la que respondí con voz trémula: “no, tu Dios no te perdonará jamás”. Hay sueños que son auténticas profecías. Ni en esta vida ni en otras nos robarás más almas.
Mis creencias son particulares, me eduqué en un colegio de monjas donde me llamaron hija del demonio por ser zurda con tan solo cuatro años. Allí sentí el acoso pausado: el de los marginados. Ese que te hace sentir tonta y muy, muy pequeña, pero que no muestra con acervo lo que estás sufriendo y me defendí con sonrisas, aprendiendo muy pronto el poder del sarcasmo. Salí ilesa de aquellas fauces que, eso sí, me arrancaron de cuajo la fe católica. Inherentemente tengo grabados algunos de los mandamientos comunes en todas las religiones, que no son sino directrices morales para convivir en sociedad. Debemos respetar a nuestros padres, no mentir y, por supuesto, no matar. Si cometemos actos impuros, trabajamos en los días de fiesta en honor de Santo Autónomo o usamos el nombre de algún Señor en vano, no nos lo tengan en cuenta. Sinceramente, no creo que esas directrices cuenten hoy en día demasiado.
Hoy he necesitado escribir este artículo para echar la rabia fuera y sacudirme el rostro de Ana Julia de la mente. Estas letras buscan arrojarla a ese abismo donde la gente mata a niños porque les molestan o a sus mujeres porque han dejado de quererles. Su pretensión es condenarles al ostracismo y a que nunca descansen en paz. Como la madrasta de Blancanieves, ella justificó sus actos porque él la llamó fea, sin darse cuenta de que es probable que simplemente la viese con los ojos del alma, los que nos muestran la verdadera belleza y la monstruosidad más extrema.
Yo no deseaba ser testigo de sus excusas baldías, ni de los análisis de su vestimenta para generar una empatía no lograda, y aun así he caído presa de la indignación popular que nos lleva a querer lapidar a los malvados. Pero no, ni hoy ni nunca seré de las que lanzan piedras; mi única arma son las palabras y hoy necesitaba decirle que nadie le perdonará jamás, ni los padres de Gabriel, ni su familia, ni su pueblo, ni mucho menos su Dios, porque ahora es él quien no cree en ella.