La sentencia que condena a los líderes del procés (a excepción de los procesados rebeldes fugados) es una auténtica lección de derecho penal que sienta un importante precedente judicial para la interpretación de los delitos de sedición y rebelión. Don Manuel Marchena no sólo ha obrado con extraordinario rigor como ponente, sino que también presidió el juicio ofreciendo auténticas lecciones de derecho procesal tanto a las defensas, como a las acusaciones. Tal y como se acredita en los hechos probados: hubo violencia y un alzamiento tumultuario con el fin de impedir el cumplimiento de una resolución judicial y el legítimo ejercicio de las funciones de los cuerpos de seguridad, conducta que se circunscribe a la perfección en el tipo penal de sedición. También se confirma lo que los propios condenados ya han reconocido públicamente: todo era un farol para presionar al Estado; en palabras del Tribunal Supremo: «una aventura», «una mera ensoñación» y un «artificio engañoso».
Los doce delincuentes y sus brazos ejecutores en la Generalitat han optado por empujar a su caterva de adeptos a la protesta y la manifestación, algo que sería perfectamente legítimo de no ser por la violencia con la que están arrasando una región que antaño fue símbolo de modernidad, respeto y civismo. Europa se ha pronunciado por enésima vez y ha dicho con claridad que se trata de un asunto interno y que se debe respetar el orden constitucional. Sorprende escuchar el insulso «despliegue retórico» de políticos que piden diálogo diciendo que la judicialización del asunto no ayuda a la solución del conflicto. Deberían saber que al Tribunal Supremo no le incumbe ofrecer una solución política a un problema, sino calificar jurídicamente una conducta delictiva probada.