La dulce Cataluña está que arde. Sin embargo, para el Gobierno en funciones de Peter Schz, todo está dentro de la normalidad y recomienda visitarla. De hecho, ya hay muchos turistas que se hacen selfies en nuevas atracciones como son incendios y barricadas.
La sensual Barcelona siempre es atractiva, incluso en este estallido de violencia alentado por políticos cainitas –¡apreteu!— que opera como el mayor reclamo de bandas antisistema de Europa.
Marlaska debería dejar el Válgame Dios y largarse a devorar una hamburguesa al Flash-Flash, a ver si sigue viendo normalidad; probar el mojito en la barra del Dry de Aribau y superar la tan contagiosa ensoñación; caminar el Paseo de Gracia y enterarse de cómo las Fuerzas del Orden que dirige son apedreadas.
Pero nada, tanto ensueño los ha vuelto sonámbulos. Lo cual me recuerda al título del libro de Christopher Clark sobre el suicidio europeo en la Primera Guerra Mundial, cuando la perversa ideología del nacionalismo se lo cargó todo y dio origen al totalitarismo de fascistas y comunistas.
De momento la guerra es entre catalanes. «Si tú quieres separarte de España, yo prefiero separarme de ti. ¡Ah, Tabarnia!». Cuarenta años de paranoia nacionalista alentada por una banda mafiosa de corruptos burgueses, con unos presidents que solo gobiernan para una parte de la población y se dedican a lo más irresponsable que pueda hacer un político: sembrar el odio. Y con una pésima respuesta de los políticos nacionales (mini-estadistas que solo piensan a cuatro años), que preferían pactar con el enano insaciable antes que entre ellos.
La situación es desesperada, pero nada tiene de seria. Es un esperpento de lo más ibérico.