Este segundo domingo del Adviento, como coincide con el 8 de este mes, nos disponemos a celebrar la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la santísima Virgen María, particularmente querida en nuestro pueblo cristiano. En la Madre de Jesús, primicia de la humanidad redimida, Dios obra maravillas, colmándola de gracia y preservándola de toda mancha de pecado.
En Nazaret, el ángel llama a María «llena de gracia»: estas palabras encierran su singular destino, pero también, en sentido más general, el de todo hombre y mujer. La «plenitud de gracia», que para María es el punto de partida, es la meta para todos los hombres. Como afirma el apóstol Pablo, Dios nos ha creado «para que seamos santos e inmaculados ante él» (Ef 1, 4). Por eso, nos ha «bendecido» antes de nuestra existencia terrena y ha enviado a su Hijo al mundo para rescatarnos del pecado. María es la obra cumbre de esa acción salvífica; es la criatura ‘toda hermosa', ‘toda santa'.
A todos, independientemente de sus circunstancias, la Inmaculada nos recuerda que Dios nos ama de modo personal, que Dios quiere únicamente nuestro bien y nos sigue constantemente con un designio de gracia y misericordia, que alcanzó su culmen en el sacrificio redentor de Cristo.
La vida de María nos remite a Jesucristo, único Mediador de la salvación, y nos ayuda a ver nuestra propia existencia como un proyecto de amor, en el que es preciso cooperar con responsabilidad. María es modelo de la llamada y también de la respuesta. En efecto, ella dijo ‘sí' a Dios al comienzo y en cada momento sucesivo de su vida, siguiendo siempre y plenamente su voluntad, incluso cuando le resultaba oscura y difícil de aceptar. María responde al amor de Dios hacia ella con su fe confiada y su entrega total a Dios. «He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según palabra» (Lc 1,38).
María vive toda su existencia desde la verdad de su persona, que ella descubre sólo en Dios y en su amor. La Virgen es consciente de que ella es nada sin el amor de Dios, y que la vida humana sin Dios solo produce vacío en la existencia. Ella sabe que la raíz de su existencia no está en sí misma, sino en Dios; ella sabe que está hecha para acoger el amor y para darse por amor.
Por ello vivirá siempre en Dios y para Dios. En María, Dios dice Sí a la humanidad, y ella dijo Sí a Dios. María, aceptando su pequeñez, se llena de Dios, y se convierte así en madre de la libertad y de la dicha. Por su fe, María es modelo de fe para todos. Dichosa por haber creído, María nos muestra que la fe y la vida en Dios es nuestra dicha y nuestra victoria, porque «todo es posible al que cree» (Mc 9, 23).
En María la misma humanidad comienza a decir sí a la salvación que Dios le ofrece con la llegada del Mesías. La Purísima es así Buena Noticia para la humanidad. En ella. Dios, dador de amor y de vida, irrumpe en la historia humana. Dios no deja a la humanidad aislada y en el temor. Dios busca al hombre y le ofrece vida y salvación. Dios nos ama de modo personal, Él quiere sólo nuestro bien y nos busca con su designio de gracia y misericordia.
En un mundo con miedo y sin esperanza ante el futuro, la Inmaculada es signo de esperanza. En un contexto social que invita a prescindir de Dios en la vida, María Inmaculada nos llama a abrir nuestro corazón al misterio de Dios y a acogerlo con fe. Solo en Dios y en su amor está la verdad del hombre. Sólo en Dios lograremos desarrollar lo mejor que hay en nosotros.