Todo cristiano está llamado al apostolado. Todos debemos tomar en serio nuestra santificación y salvación, pero también hemos de evangelizar a los demás. Es Jesucristo quien, con la figura de la sal y de la luz, nos enseña que, del mismo modo que la sal preserva de la corrupción y la luz disipa las tinieblas, con el auxilio de la gracia hemos de ser luz y sal del mundo. Las buenas obras que realicemos serán fruto de la caridad, que consiste en amar a los demás como nos ama el Señor. La caridad, escribe Santa Teresa del Niño Jesús, no debe permanecer encerrada en el corazón, porque no se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero a fin de que alumbre a todos en la casa.
El Concilio Vaticano II ha puesto de relieve la obligación del apostolado, derecho y deber que nace del Bautismo y de la Confirmación. El mismo testimonio de la vida cristiana descubre y hace patente el verdadero apostolado. Por sus obras les conoceréis. La Iglesia necesita testigos genuinos, auténticos, para atraer muchas almas a Dios. Dios no nos ha destinado al castigo, sino a obtener la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo. Él murió por nosotros para que vivamos con él. Dios nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido. Predicar a Cristo con el ejemplo y la palabra es lo propio del cristiano. La verdadera religión, dice el apóstol Santiago, consiste en asistir a las viudas y a los huérfanos, y no contaminarse con este mundo. La caridad en acción. Dios es amor, dice San Juan; el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios, en él.