Roberto, mi padre, repetía cada cierto tiempo una especie de mantra: «Los españoles llevamos dentro un seleccionador de fútbol, un presidente del Gobierno y un juez y por eso creemos que podemos criticar todo lo que nos dé la gana». No seré yo quien limite el derecho a la pataleta, al enfado o a la crítica, entre otras cosas, porque siempre he creído que esta última si se hace de forma educada y fundamentada puede hacer mejorar al aludido. Desgraciadamente, ahora que también todos llevamos dentro un médico, un epidemiólogo o un gurú de la seguridad, las críticas han dejado de ser, precisamente críticas, para ser ataques contra el que hace las cosas de una forma distinta a la nuestra. Además, las redes sociales y ciertos programas de mensajes para teléfono móvil, con la facilidad que dan para escribir desde el anonimato o tu sofá, son el caldo de cultivo perfecto para atacar muchas veces sin respeto lo que no nos gusta.
Sobra la violencia contenida, los malos modos y las ganas de saltar contra el que piensa diferente y falta educación, información y documentación. Se echa en falta, en definitiva, diálogo entre unos y otros de forma pacífica y argumentada sin acabar atacándonos poniendo en peligro, incluso, nuestra amistad de muchos años. Mientras escribo esto reparo que puedo estar pidiendo peras al olmo. ¿Cómo voy a pedir yo, un humilde periodista de un periódico local, que tratemos bien al que no tiene las mismas ideas, sin importarnos si nos gusta una u otra bandera, si somos zurdos o diestros o si somos del Madrid o del Atleti cuando una vez a la semana vemos espectáculos bochornosos en el Congreso? Son sesiones de control sin control repletas de ataques barriobajeros, mentiras, reproches y malos modos. Escucho a sus señorías y me doy cuenta que no puedo pedir nada. Si los que nos gobiernan y los que aspiran a ello son el ejemplo de todos nosotros, mis peticiones caen en saco roto. Lo siento, olvídenlo. Mi petición no tiene sentido.